Eduardo Sartelli - Doctor en Historia, Universidad de Buenos Aires
Una economía cuya productividad general no alcanza para competir en el mercado mundial, depende de commodities: soja, petróleo, gas, cobre. El súper ciclo de estas mercancías especiales se cerró hace pocos años, y lo que durante una década sostuvo experiencias exitosas, se desplomó. La Bolivia de Evo Morales y el Chile de Sebastián Piñera parecían estar exentos de esta tendencia. Mientras la riqueza que proveían los commodities fluyó generosamente, el poder político se mantuvo asentado en una amplia coalición de fuerzas sociales que reunía hasta a los que se habían enfrentado durante los ‘90.
Gracias a ese flujo, Evo construyó un poder muy centralizado y personal a partir de su base original en la burguesía cocalera, la cooptación de cuanto movimiento social anduviera suelto, fuera de base étnica o sindical, y de la alianza con la vieja burguesía “blanca” santacruceña y la emergente burguesía aymara. A medida que las contradicciones se acumulaban, la base se fragmentó y comenzó a reunirse en un polo opositor.
Evo comenzó a preparar un cambio de régimen para perpetuarse. La reforma constitucional, el plebiscito y la autorización judicial para presentarse a un cuarto mandato fueron jalones de un “autogolpe”, coronado con el fraude electoral.
Comenzó a gestarse un movimiento popular contrario al fraude, protagonizado por las bases electorales de Carlos Mesa, el candidato opositor más votado (pequeña burguesía y asalariados acomodados urbanos), sectores indígenas, incluso de las regiones aymaras, molestos por la manipulación masista, la postergación de muchas demandas, y modificaciones que no alteraron su realidad material, parte del movimiento obrero opositor a Morales, como los mineros del sur, pero que incluyen a la dirección de la COB y la poderosa burguesía agraria de la Media Luna, en particular, de Santa Cruz. Fue esta, a falta de una dirección popular o de izquierda, la que tomó el comando de las principales acciones. El aislamiento de Morales se completa cuando las Fuerzas Armadas “sugieren” su renuncia, en momentos que esta ya estaba decidida.
Evo no cae víctima de un golpe de Estado, sino de una insurrección aprovechada por la derecha santacruceña. En ella participan muchas fuerzas, incluyendo gobiernos extranjeros. Se genera un vacío de poder, aprovechado por la derecha.
Ahora, el escenario es complejo. El gobierno de Jeanine Áñez es débil, concentrado en apoyos santacruceños. No tiene legalidad y el Congreso es controlado por el MAS. Si resiste, es por la debilidad del masismo, cuyas fuerzas se concentran en el sector cocalero de Cochabamba y parte de El Alto. La división de las Fuerzas Armadas (que se completa con un grupo de viejos anticomunistas cercano a Luis Camacho) las inhabilita para jugar un papel independiente en la coyuntura. Como sea, Áñez y el masismo, buscan un acuerdo que incluya el reconocimiento de la presidenta, la llamada a elecciones, la participación de Evo y el fin de las represalias contra ex funcionarios.
Por fuera de este cuadro queda un desdibujado Mesa y un vasto pero poco articulado conjunto de “ni con Evo ni con Mesa-Camacho”. Entre ellos se encuentra la COB, los mineros del sur, un sector indigenista de El Alto y muchos pequeños grupos en el país. Está por verse si esta tercera posición puede articularse y dar batalla. Si no, los viejos aliados (el MAS y la “derecha” santacruceña) llegarán a un acuerdo y se repartirán el poder. Ya lo han hecho en el pasado. (Télam)