Por Antonio Las Heras
PARA LA GACETA - BUENOS AIRES
Lo más probable es que, en cualquier conversación dónde surja el tema de los vampiros, el diálogo lleve –casi inevitablemente– a la mención de Bram (Abraham) Stoker (1847/1912) y su célebre Drácula; obra publicada inicialmente en el año 1897.
Pareciera, pues, que allí tienen inicio –en la Literatura– las fantasías vampíricas y que, antes de ello, la cuestión estuvo circunscripta a algunas tradicionales leyendas europeas. Y si bien esto último es cierto, no lo es el hecho de la novela de Stoker como inicio de la temática. La primera novela de tal argumento –precisamente titulada El vampiro– fue escrita por un médico y también escritor, llamado John W. Polidori. Y no fue una ocurrencia sucedida en la soledad de la biblioteca o de un consultorio médico, sino su creación surgió en un ámbito tan especial que hasta coincidió con el momento en que Mary Shelley empezó a redactar su Frankenstein.
Un verano particular
Polidori, recibido a los 19 años con honores, se convirtió en médico personal de Lord Byron, por lo que acompañaba al poeta en Villa Diodati, la residencia que habitaba situada en Ginebra (Suiza).
Estaba por comenzar el verano europeo, cuando entre el 16 y 19 de junio de 1816 se desencadenó en la zona un temporal de tal intensidad que hizo imposible dejar el lugar. Estaban allí, además de los dos ya mencionados, el poeta Percy Shelley, Mary Wollstonecraft Godwin (que pasó a la historia como Mary Shelley, tras casarse con Percy) y su hermanastra Claire Clairmont.
Para superar el inevitable encierro, Byron propuso que cada uno escribiera una historia terrorífica. Fue así que surgieron las primeras páginas de lo que, luego, sería publicado como Frankenstein o el Prometeo moderno (la primer versión es de 1818) y Polidori garabateó lo que –en 1819, no sin contratiempos y algunos conflictos con su editor tanto como con Byron– aparecería con el título El vampiro (The Vampyre, en el original.) Un texto por el que algunos estudiosos no vacilaron en denominar a su autor como “el creador del género del vampiro romántico.” Aquella publicación tuvo lugar el 1 de abril de 1819 en las páginas del The New Monthly Magazine; de este modo, en este 2019 se cumplen exactos dos siglos de aquel acontecimiento.
Para la versión final del libro, su autor abrevó en el Tratado sobre los vampiros, del monje Agustin Dom Calmet (1672/1757), quien llegara a ser Superior General de la Orden Benedictina.
La descripción del vampiro protagonista de este escrito difiere de aquella que tendrá lugar varias décadas más tarde con Stoker. Aunque hay un punto evidente de continuidad que, a nuestro juicio, no pudo ser ignorado por el autor de Drácula. Porque Polidori, tomando al vampiro de las leyendas y el folklore –en las que siempre se trata de un ser pobre, miserable, que recorre los caminos en soledad– provoca una real vuelta de tuerca convirtiéndolo en alguien destacado de la sociedad; un aristócrata, un lord. Hay una evidente continuidad con Drácula, quien aparece siendo un conde poderoso que reside en importante castillo.
Cabe también recordar que, entre la obra de Polidori y la de Stoker se publica otra, en 1851, – también titulada El vampiro– debida a la pluma de Alejandro Dumas; al parecer – como mínimo – con algunas influencias de lo escrito por el médico de Byron.
Tal vez por esta formación profesional o por un profundo conocimiento de las conductas humanas, Polidori efectúa descripciones de situaciones –tanto individuales como sociales– en relación a la presencia de lo vampírico, que llevan a que el lector tenga que dedicar un tiempo en especial a reflexionar ya que, claramente, hay la transmisión de un conocimiento psicológico tras la aparente ficción.
Los sueños de los poetas
Las páginas finales son de tal maestría –en lo que hace a la crueldad puesta en la personalidad del vampiro– que no sólo preferimos no revelar aquí, sino que dejamos esta constancia de prevención para quienes se interesen en la novela.
“Los sueños de los poetas eran las realidades de la existencia”, medita el vampiro en un momento obligando al lector a adentrarse en un laberinto de imaginación angustiante. No se refiere a la obra “de los poetas” sino a lo que éstos sueñan. Y de allí extrae “las realidades de la existencia.”
Finalizamos con este fragmento: “No había el menor color en sus mejillas, ni siquiera en sus labios, y en su semblante se veía una inmovilidad que resultaba casi tan atrayente como la vida que antes lo animara. En el cuello y en el pecho había sangre, en la garganta las señales de los colmillos que se habían hincado en las venas. ¡Un vampiro! ¡Un vampiro!”
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Antonio Las Heras - Doctor en Psicología Social y magíster en psicoanálisis, filósofo y escritor. Presidente de la Comisión del Libro de Filosofía, Historia y Ciencias Sociales de la Sociedad Argentina de Escritores.