Los árboles crecen desde el centro hacia afuera y todos los años, en la mayoría de los ejemplares, se crea un círculo de madera muerta, que representa un minucioso registro biológico acerca de mucho más que la edad de esa planta. Lluvias, sequías, temperaturas predominantes y hasta incendios dejan huella en los anillos, que van denunciando todo ello de manera paulatina con las variaciones de sus dibujos en los troncos. Nada más. Nada menos.
Aunque con detalles menos rigurosos que esos productos naturales, las historietas son productos culturales que también van marcando en sus dibujos los cambios y las constantes sociales. Y por estos días se ha estrenado en la pantalla grande un comic que, en sus variaciones, viene a exhibir que, en apenas algo más de una generación, este constructo que llamamos “sociedad” se ha trastrocado por completo. Si la sociedad fuese un árbol, su copa estaría enterrada, sus raíces se elevarían altas hacia el sol, y su tronco estaría tan invertido que ni siquiera crecería desde el centro así afuera sino que, por el contrario, experimentaría una contracción irrefrenable, en el que iría desprendiéndose de su periferia sin la menor pausa. Lógicamente, se necesita de la ficción para abordar una realidad semejante. Y se demanda de un demente para dimensionar el tamaño exacto de esta locura.
El vuelco
Corría el espantoso año de 1939 cuando, en un comic norteamericano, apareció por primera vez un personaje oscuro que desataría el fanatismo de millones: Batman.
El mundo, a duras penas, estaba dejando atrás la Gran Depresión que estalló en EEUU tras el crac de la bolsa de Nueva York, período que deparó para ese país hambruna, bancarrota y suicidios en magnitudes epidémicas. En la volteada de esa crisis económica y financiera global cayó Hipólito Yrigoyen, con el golpe de 1930, y se alzó el nazismo, que llegó al poder en Alemania en 1933. La debacle del mundo capitalista fue una inyección de autoridad moral para la URSS, entonces bajo el puño del sanguinario Joseph Stalin. El temor al comunismo se convirtía, acabadamente, en el fantasma que pregonan Karl Marx y Friedrich Engels en el Manifiesto comunista de 1848.
En ese contexto, El hombre murciélago es la historia de un millonario (Bruce Wayne) que decide ocultar su identidad tras una máscara para combatir el delito en Ciudad Gótica. La idea es palmaria: los más prósperos son quienes pueden usar su riqueza material y moral para traer orden, justicia y prosperidad en sociedades ganadas por el caos.
Exactamente 80 años después, con el estreno de Guasón, ahora es el archienemigo de Batman quien desata la pasión de multitudes. En la película de Todd Phillips, además, “el enemigo” son los ricos. Hasta el punto de que Thomas Wayne, el padre de Bruce (aún un niño en el filme), no es un filántropo idealista sino un político de línea dura que, enfrentado al asesinato de tres de sus empleados, plantea en una entrevista una grieta abismal: “Quienes hemos hecho algo con nuestras vidas siempre miraremos a quienes no han hecho nada como payasos”.
Pero hay algo todavía más inquietante en el dislocamiento social dibujado en el personaje del Guasón que interpreta Joaquin Phoenix: Arthur Fleck (tal el nombre del personaje) es un paciente psiquiátrico, que ha estado internado en el manicomio Arckham, y que se encuentra medicado porque sufre de alucinaciones y padece una condición que lo hace reír a carcajadas todo el tiempo. A ese hombre (asesina a tiros en los trenes y ante las cámaras; a las puñaladas, en su casa; con una almohada, a su madre internada; y, según insinúa la película, también ultima a la vecina con la que tiene una relación sólo en el plano de un delirio), miles de ciudadanos que han caído en la pobreza lo seguirán como ejemplo. Tomarán calles en su nombre. Atacarán a la Policía para liberarlo. Y asesinarán a ricos, “inspirados” por la prédica criminal.
En la película son legión los que le darán la razón a ese insano. En las butacas, serán mayoría quienes lo comprendan y hasta sientan empatía con su situación. La conclusión es que si nadie pone a prueba la verdad como lo hace un mitómano, nada pone en crisis la cordura de la realidad como el hecho de que un loco luzca irremediablemente razonable.
El comienzo
¿Cuál es el origen de la locura? Sociológicamente, el filósofo Santiago Garmendia recuerda la fórmula que exhibe Robert Merton (1910-2003) en Anomia y estructura social.
Merton plantea en ese ensayo que, entre los muchos elementos que componen las estructuras sociales y culturales, dos son inmediatos. Por un lado, los objetivos sustentados como legítimos. Por el otro, los medios que se consideran admisibles para alcanzar esos objetivos. Hay una conducta anómala, según la hipótesis central del sociólogo estadounidense, cuando opera una disasociación entre las aspiraciones culturamente prescriptas a los miembros de una sociedad, por una parte, y los caminos socialmente estructurales para alcanzar aquellas metas, por otra.
La cultura norteamericana -escribirá el pensador- da gran importancia al éxito como meta, sin darle la importancia equivalente a los medios institucionales para alcanzarlo. Ese éxito es monetario. Cuando la atenuación de los medios se profundiza y la exaltación de las metas se acentúa, se produce la anomia: la falta de normas.
Todo lo cual acontece en momentos en los que el dinero es consagrado como un valor en sí mismo, anota Merton, citando a Georg Simmel (1858-1918). El filósofo alemán advierte en Filosofía del dinero que, a partir del impacto de las revoluciones industriales, todo cuanto el hombre hace es susceptible de ser considerado una mercancía. Todo, entonces, tiene precio. Y el dinero ya no es un instrumento para obtener bienes, sino que es la viva representación de los objetos a los que se puede acceder. De modo que el dinero ya no es un medio: es un fin. Abstracto e impersonal, el dinero ha devenido símbolo de prestigio. Y, como agravante, no importa si es obtenido de manera fraudulenta o institucional: se puede usar para comprar los mismos bienes y adquirir los mismos servicios.
La meta
Garmendia va más allá en el conflicto, porque plantea que hay una presión sobre todos los miembros de la sociedad para alcanzar las metas del éxito monetario, pero, en contraste, no a todos se les proporcionan las mismas herramientas, los mismos medios institucionales para alcanzar el objetivo.
Eso explica -ilustra el filósofo tucumano- la popularidad alcanzada no sólo por villanos de comic sino por gangsters de la realidad como Al Capone: su inmoralidad y su criminalidad son legitimadas por miles de personas que ven en el mafioso a un hombre que logró abrazar la meta por encima de los medios. Y eso opera porque cuando el objetivo culturalmente legitimado se sobrevalora por encima de las normas institucionalmente validadas para alcanzarlo, el medio para alcanzar la meta se torna secundario.
Los gangsters, por momentos al borde de la veneración en Nueva York, son la expresión patológica del sueño americano del “nunca dejes de intentarlo”, tan largamente exportado. La única derrota en ese paradigma, esclarece Garmendia, es dejar de tratar de ser rico. Porque la meta es tener dinero. Hasta el punto -lamenta- de que, cuando se lo tiene, a nadie le importa de dónde viene. Lo cual explica mucho de la realidad social, económica, política y cultural de la Argentina y de Tucumán. Y dice tanto de la locura del inconsciente colectivo…
La clase
En Guasón, que hoy bate récords de taquilla en esta provincia, en este país y en todo occidente, la anomia ha caído todavía un círculo más abajo en el infierno de la sinrazón. Un anillo más adentro en la estructura troncal de la -por así llamarla- evolución social.
La insanía del Guasón de la (inquietante, intimidante, incomodante) película de Phillips no es la de un criminal como Al Capone, o como el “Joker” que interpreta Jack Nicholson en el Batman de 1989. Ni tampoco es un anarquista, como el Guasón que encarna Heath Ledger en Batman – El Caballero de la Noche, de 2008. El Guasón de finales de esta década es, siguiendo la tipología de Merton, alguien que no solamente rechaza los medios institucionales, sino también un sujeto que no acepta los objetivos culturalmente declarados como valiosos.
Y entonces ese hombre profundamente perturbado, ese sujeto con patologías psiquiátricas diagnosticadas y medicadas, ese homicida y femicida múltiple, genera adhesiones de las más variadas intensidades, porque encarna lo que Merton describe como la rebelión: una instancia de cambio de los medios y también de los fines.
Esa rebelión, puntualiza el psicoanalista Alfredo Ygel, es contra un sistema capitalista que, a la vez que aplasta, se regenera cuando parece estallar. La sociedad de consumo, grafica el tucumano, convierte a todos en una única clase y a todos impone lo mismo: consumir.
Entonces, la masiva empatía hacia el horror del “Joker” se torna casi un comportamiento de clase. Y la locura social, claro está, torna tan razonable la locura del Guasón…