Corrieron caudalosos ríos de tinta. Se escucharon miles de horas de audios, conversaciones y debates, muchas veces a los gritos. Cientos y cientos de extenuantes jornadas de trabajo, mediciones, cálculos, proyecciones y estudios sociológicos, urbanísticos y económicos, algunos de los cuales terminaron plasmados en planos y proyectos.
Y por fin, o al fin, o después de todo, y tantos años, décadas, parece haber un principio de algo, diminuto, incipiente pero inquietante, como una avispa al acecho.
El Gran San Miguel de Tucumán, o el Gran Tucumán, según se abrevia en los últimos años, debido a que allí convive casi el 70% de la población de la provincia, y por donde alternativamente transita un 30% más de gente, alberga hoy a un millón de habitantes que cohabitan en una especie de guerra mundial zombi.
Una metrópolis que se ha expandido al compás de una zapada, de una jam session, de una improvisación de puro jazz. Al ritmo de la más selvática anarquía.
No lo describen la prosa poética ni la crónica periodística. Lo afirma la ciencia, acodada sobre numerosas y sesudas investigaciones.
En un último trabajo titulado “Hacia otra ciudad es posible. Transformaciones urbanas en el aglomerado Gran San Miguel de Tucumán”, publicado el año pasado, investigadores del Conicet, liderados por Matilde Malizia, Paula Boldrini y Pablo Paolasso, concluyeron que la urbe ha crecido en las últimas décadas en islas inconexas entre sí. Que se ha desarrollado en atolones de riqueza y de pobreza extrema, desconectados y desentendidos, sin movilidad urbana garantizada, ni posible, en las condiciones actuales.
Hace 80 años que el Gran Tucumán cuenta con el mismo sistema de transporte público de pasajeros, desde la década del 60. Ómnibus y taxis. Salvo parches, nada se hizo en casi un siglo para conectar de forma más rápida y eficiente a una ciudad que se dilata según el antojo y la voracidad del mercado inmobiliario; una calle por acá, un barrio por allá, diez torres más allá, mientras el Estado observa mudo, apichonado y acomplejado, como espectador que se ha colado en un teatro.
Más habitantes, menos pasajeros
En 1995 se cortaban en la capital tucumana 90 millones de boletos de ómnibus. En 2018 se vendieron menos de 58 millones. En ambos casos, sin contar los viajes interurbanos.
¿Cómo es que si el Gran Tucumán incrementó casi el 50% su población en los últimos 25 años -según el estudio del Conicet antes citado- y ha expandido un 215% su territorio, utiliza -sólo en la capital- un 36% menos el servicio de ómnibus?
Las respuestas son diversas, complejas y profundas, aunque no es difícil entender que si la población crece y la ciudad se expande, pero cada vez menos personas usan colectivos -el único transporte público popular de la metrópolis- entonces estamos ante una carencia extremadamente grave.
Las motos, en gran medida, y los autos particulares, en menor escala, han ido supliendo esta severa deficiencia en la movilidad urbana.
Cuando se habla de movilidad urbana, según se percibe en los foros, en las redes sociales y en las conversaciones cotidianas, mucha gente le resta trascendencia a este tópico de planificación metropolitana. “Hay cosas más importantes de qué ocuparse”; “hay niños con hambre y ustedes pensando en trenes”; “arreglen las cloacas antes de hablar de metrobuses”, son expresiones demagógicas que se imponen en la espesa bruma del desconocimiento.
Movilidad urbana significa desarrollo, más conectividad, más empleo, menos pobreza, más chicos que llegan a las escuelas, jóvenes a las universidades, personas al trabajo, ambulancias a los hospitales, bomberos a los siniestros.
Movilidad urbana más eficiente es más igualdad de oportunidades y accesos a servicios básicos, más seguridad, menos contaminación, menos ruido, menos embotellamientos, mejor calidad de vida.
Trasladarse mejor, más rápido y más barato es aprovechar mejor la vida, perder menos tiempo, que es, en definitiva, lo más valioso y agotable que tenemos.
Hace bastante tiempo que nuestra ciudad ha dejado de movilizar personas para dedicarse a movilizar vehículos. Esa ecuación debe cambiar, urgente, de manera sustancial.
Un comienzo
Así lo están entendiendo algunos actores fundamentales en este tablero de ajedrez devenido en rompecabezas. Uno de ellos es el intendente de Tafí Viejo, Javier Noguera, que reflotó y reformuló el proyecto del tren urbano e interurbano elevado que desde hace una década vienen impulsando otros actores civiles, como el ferroviario Miguel Ángel Herrera y un grupo de gente comprometida con este problema.
Las ciudades periféricas de la capital son las más afectadas por la fragmentación del área metropolitana. Todos los habitantes de los seis municipios y la decena de comunas que rodean a la capital, en la mayoría de los casos deben atravesar el macrocentro para ir a otra ciudad que no sea San Miguel de Tucumán.
Un despropósito. Costoso, tediosamente lento y sumamente injusto. Cuanto más marginal y precario es un barrio, la ciudad lo empuja a ser cada vez más aislado, más desconectado, con menos accesos a los servicios, es decir, a ser cada día más marginal y precario.
A su vez, el centro de la ciudad está detonado y aguanta un nivel de agresividad urbana al límite, con una circulación diaria de unos 350.000 vehículos. Y todos necesitan o deben pasar en algún momento por un escaso cuadrante de 50 por 50 cuadras, porque es además un distrito donde todo está hipercentralizado.
Se comprende por qué casi sin reparos salieron todos los intendentes del área metropolitana a respaldar la iniciativa de Noguera acerca de avanzar sobre el desarrollo de un tren urbano que conecte a los siete municipios, en forma rápida y más económica y, de paso, contribuya a descongestionar el caos diario que padecen los tucumanos.
Con modificaciones, con observaciones, con aportes según la zona, pero en general todos los intendentes coincidieron en que algo hay que hacer porque la situación superó todos los límites.
El encuentro que protagonizaron ayer el peronista Noguera con el subsecretario de Infraestructura del Plan Belgrano, el radical José Ricardo Ascárate, marca un hito que vale la pena celebrar. Y en tiempos de un país agrietado y dividido, antes por intereses sectoriales y mezquinos que por ideas y propuestas, es doblemente elogioso y prometedor.
Ascárate, gran conocedor de la materia, plantea reparos y alternativas al proyecto del taficeño, con combinaciones de metrobuses y trenes urbanos, pero entiende, antes que nada, que la situación es terminal y que se sale entre todos o no se sale más.
El funcionario nacional propuso la creación de una especie de consorcio que involucre a todas las administraciones, con la provincia a la cabeza, y el apoyo nacional, claro está, para coordinar un plan estratégico. Urgente.
La ciudad es una sola y las calles y avenidas, aunque cambien de nombre y jurisdicción, arrastran las mismas deficiencias.
No puede haber siete funcionarios del área de tránsito y transporte -ocho con el que representa a la provincia-, separados por apenas unas cuadras y que cada administración regule el transporte público -y toda la planificación urbana- según sus acotados intereses.
El gobierno provincial, quizás como se hizo en Salta y en otras ciudades, debería encabezar este consorcio para encarar un plan estratégico integral. Después de todo, el 70% de sus vecinos viven en la misma gran ciudad.
Ascárate y Noguera dieron el primer paso sin diferencias partidarias. Ahora, sin demoras, debería el resto de las administraciones sumar sus equipos técnicos, y sus ideas, insistimos, con la Provincia al frente, para empezar a atacar uno de los problemas neurálgicos del atraso que asfixia a Tucumán.