Por Samanta Schweblin
El primer cuento que leí de Liliana Heker fue para mí un descubrimiento tan importante que recuerdo dónde estaba, cómo cerré el libro para intentar entender por qué me había impactado de esa manera, y cómo volví a abrirlo unos minutos después para releerlo todo desde el principio. La fiesta ajena, quizá uno de sus cuentos más antologados y traducidos, fue mi primer acercamiento a su mundo, pero ya estaban ahí todos sus territorios: lo siniestro agazapado en la cotidianidad familiar, la infancia, la fascinación por lo desconocido, por la memoria, por la absurda cordura. Volví a leer la primera línea: “Nomás llegó, fue a la cocina a ver si estaba el mono”. Era impresionante todo lo que disparaba esa línea: ¿quién había llegado? ¿Por “mono” había que entender realmente a un mono? Y si era así, ¿por qué había un mono en la cocina y qué tan peligrosa podía ser semejante situación? Entonces no se trataba solamente del efecto de esas palabras sobre el papel, se trataba también de todo lo que Liliana Heker estaba escribiendo en mi cabeza. Seguí leyendo. Con eficientes puntadas de ternura y crueldad la trama ya estaba bordada, y tan pronto como Rosaura cree que al fin ha encontrado su lugar en el mundo, la brutal realidad de las clases sociales la devuelve a su sitio. Una historia inquietante, directa y brutal.
Conocí a Liliana Heker unos meses más tarde. Todos los que hemos pasado por su taller compartimos en algún momento los terrores y las anécdotas de la primera entrevista. Es un encuentro privado que hay que superar antes de unirse al grupo. De todas esas historias, mi preferida es una en la que un aspirante, que además era médico cirujano, le dijo que él desde muy joven había querido escribir una novela y que, ahora que tenía tiempo porque acababa de jubilarse, le parecía un buen momento para empezar. A lo que Liliana contestó “Buenísimo. ¿Y qué te parece si yo, cuando me jubile como escritora, me dedico a la cirugía?”. Cuando cuento esta historia la gente pregunta qué pasó con el cirujano, si logró o no entrar a alguno de los grupos. Pero una de las cosas que aprendí en el taller es que ese es el tipo de preguntas que no vale la pena contestar.
Yo sobreviví a la entrevista, pero recibí mi primera lección cuando me uní finalmente al grupo.
Atenta a las experiencias que traía de talleres anteriores sabía que la comida y la sociabilización eran importantes, así que para hacer buena letra llevé a ese primer encuentro una fuente de galletitas recién horneadas. Entonces Liliana Heker dijo “Me encantan las galletitas, pero a la hora del mate. En este taller no se come”. A la hora de trabajar, se trabajaba. Pero también era un taller donde, terminado el trabajo, se festejaba con creces -publicaciones, premios, encuentros-, y esos años hubo mucho que festejar.
Menuda, pero implacable, durante el taller se sentaba -entre todos los sillones de su living- en la única silla de madera. Era el último lugar que yo hubiera elegido para sentarme, pero ahora creo que en esa simple elección ya había toda una declaración de principios. En su taller no se tomaba el té ni se atendían pasatiempos postergados. Si queríamos aprender, teníamos que arremangarnos. Derecha en su silla decía: “Esto no es terapia, acá nadie viene a curarse”. “Si estuviéramos cuerdos no escribiríamos”. Decía: “Las ganas de escribir vienen escribiendo”. Decía: “¿Qué es eso de esperar a que todas las condiciones externas sean ideales? Uno escribe a pesar de lo que pasa y acerca de lo que pasa”.
Ya me iría enterando en el taller, y en la lectura de sus libros, que para Liliana Heker el cuento exige un enorme rigor interno. Que el primer borrador de una historia es sólo un mal necesario y que escribir es también un trabajo de obstinada reescritura. Hay que aprender a reconocer, en el germen de una idea, todo lo que una historia ya está reclamando. Cada elemento debe estar enfocado hacia un único efecto estético: su alcance máximo de sentido, de expresión y de intensidad.
Flannery O’Connor decía que para la gente es muy fácil hablar del mundo de las ideas y de las abstracciones, pero que el mundo del narrador esta hecho de materia. Hablaba también de la “técnica”: que entendida a veces como una formula rígida que se impone a una idea, es en realidad algo orgánico que nace del propio material. Cuando leí Los juegos, el primer cuento que Liliana escribió y publicó a sus diecisiete años, pensé en las palabras de O’Connor y me pregunté hasta qué punto un narrador nato ya maneja de manera intuitiva estas ideas. A esa edad Liliana Heker ya era una gran lectora, y ya participaba de la emblemática revista El grillo de papel. Sin embargo, era la primera vez que probaba sus fuerzas en el cuento. Y aun así es fácil reconocer cómo esa materialidad y esa técnica de la que hablaba O’Connor ya estaban ahí.
En Los juegos la protagonista, que es apenas una nena ofuscada por los mandatos de su madre y los deberes de la niñez, tiene ya una voz única y propia, un ritmo y un tono que suman a la trama otro tipo de revelaciones, quizá más sutiles pero no menos importantes. Ya está ahí la idea de soledad como espacio indiscutido de la escritura, y acá recuerdo a Liliana, que dice: “El vértigo que se siente durante la escritura es el de la libertad absoluta. No hay nada pautado, todos los caminos son posibles y uno está absolutamente solo en sus elecciones. Lo más saludable para un creador es llevarse bien con esa soledad”. También ya hay en Los juegos una idea de lo femenino alejada de los convencionalismos y las expectativas sociales; hay simpatía y la curiosidad por los espacios masculinos quizá por el simple hecho de ser, para una nena, también el espacio de lo desconocido. Y en el taller, sentada en su silla, Liliana Heker dice: “Lo femenino y lo masculino no son atributos literarios. El sexo de un autor pesa sin duda en sus ficciones, como pesa su origen, su experiencia o su neurosis. Nunca es el único determinante de una escritura”.
* Prólogo de Cuentos reunidos, de Liliana Heker (Alfaguara).