El lunes habrá 17.949 perdedores/as. Al menos eso sostendrán quienes miden la vida en términos de éxito y fracaso y se embanderan con un lema: del segundo nadie se acuerda. Ni hablemos del resto, de aquellos condenados al fondo de la tabla. Son 17.949 ciudadanos que se levantarán el lunes con la resaca del fin de fiesta. Algunos quedarán a milímetros de la línea de gol, otros apenas son conscientes de su condición de candidatos. Lo bueno es que se trata de 17.949 tucumanos que tienen por delante cuatro años para seguir haciendo política, porque para construir no se necesitan cargos, sino vocación de servicio. ¿Estarán los 17.949 de acuerdo con esto? ¿O dispuestos a esto?
La cuestión es cómo se percibirá cada uno de los 17.949 durante la mañana del lunes. Si sentirán que realmente valió la pena o adivinarán ante el espejo el reflejo de un fracasado. Johan Cruyff lideró en 1974 un maravilloso seleccionado holandés, pero el Mundial lo ganó Alemania. Aún así, lo que perdura en el recuerdo es la “naranja mecánica”. Se puede revolucionar -el fútbol o la vida- aún perdiendo, no es imprescindible ganar siempre para dejar una marca. Esa mirada constructiva choca con lo terminal, lo apocalíptico. Carlos Bilardo reveló que si Argentina quedaba eliminada en la primera ronda del Mundial de 1990 habría deseado que el avión se cayera en medio del Atlántico con tal de no afrontar el oprobio de la derrota.
Hay 17.949 tucumanos a los que el lunes no les quedará otra que caminar por ese llano que transita el común de sus congéneres. No más afiches, no más spots, no más promesas. Muchos de ellos están seguros de que llegan y el porrazo va a dejarlos groggy. Muchos más sostienen candidaturas poco menos que testimoniales y aún así, por el solo hecho de estar atados a la cabeza de la lista que integran, saben que con el resultado se juega gran parte de su futuro. Por un lado, quieren que la campaña se termine cuanto antes, y al mismo tiempo le tienen un pánico atroz al lunes. Puede que en el devenir de la vida lo interesante no sea el destino, sino el camino recorrido. No se lo cuenten a los 17.949 pasajeros de ese Titanic carente de botes salvavidas. O sí.
Esa mañana tan cercana
Es que de tanto pensar en el domingo nos olvidamos del día después, que a fin de cuentas es el que realmente importa. De ese lunes desangelado para los 17.949 postulantes que quedarán en la cuneta y ordinario para el común de los mortales. De repente los rostros que se multiplican en decenas de miles de afiches no tendrán nada más que decir. Dentro de pocas horas serán anacronismos electorales, corredores de una maratón que la abrumadora mayoría perdió de antemano. Caras sonrientes sin ganas de dar los buenos días, condenadas por el Photoshop a mostrar un rictus feliz. La mañana del lunes, salvo para los 347 elegidos y su correspondiente círculo rojo, no perderá el halo de mal humor que la caracteriza.
¿Una elección con 18.296 candidatos para 347 cargos es una fiesta de la participación ciudadana o una vergüenza? Nadie quiere que lo acusen de antidemocrático, así que la respuesta B se brinda en voz baja, por más que el cuarto oscuro se convierta en un aquelarre multicolor. Si para un elector encontrar la boleta deseada en ese océano de papel es una misión casi imposible hay algo referido a la calidad institucional que no está cerrando. Puede que de esta clase de experiencias se hable el lunes. Si habrá voluntad de modificar las reglas de este juego tan enrevesado es otro cantar. Se sospecha que no. A fin de cuentas, los lemas y sublemas mutaron en acoples, así que siempre habrá una trampa a mano para dejar en ridículo las buenas intenciones de la ley.
¿Y esta gente?
Repasando las elecciones a gobernador desde 1983 a la fecha el promedio de asistencia a las urnas es -números más, números menos- del 75%. Si el domingo vota el 80% de los tucumanos, aspiración confesada por los miembros de la Junta Electoral, subirá la espuma de esa línea histórica. Pero a la vez implicaría que 240.000 personas se quedaron en su casa (el padrón es de 1,22 millón).
La democracia semiplena nació en 1912 con la Ley Sáenz Peña de voto secreto y obligatorio. Antes el Gobierno era cosa de las elites; luego se abrió al campo popular y así lo ratificaron las victorias consecutivas de la UCR (1916, 1922, 1928). Para que esa democracia fuera plena, redonda, inobjetable, era imprescindible que votaran las mujeres. Hubo que esperar hasta 1947, al primer peronismo, con la sanción de otra ley (la 13.010). Si votar es a la vez un derecho y una obligación, hay 240.000 tucumanos que prefieren prescindir de esa facultad de elegir a sus gobernantes y, al mismo tiempo, se bancan las consecuencias. A su manera también serán protagonistas el domingo. No sólo se trata de ciudadanos con los que ningún candidato sintoniza; lo que está fuera de su radar es el sistema. No está de más recordar la cifra: 240.000. Juntando a los electores de Yerba Buena, Concepción, Banda del Río Salí y Tafí Viejo no se alcanza esa cantidad.
No puede decirse que sean 240.000 indiferentes. Al indiferente las cosas no le van ni le vienen (“no sienten inclinación ni repugnancia”, explica el diccionario). Ni votan en blanco ni anulan el sufragio ni meten una foto de Lady Gaga en el sobre. Son 240.000 tucumanos que ejercen otra clase de resistencia. No participan.
En Estados Unidos, España o Colombia -tres ejemplos de los cerca de 100 países en los que el voto no es obligatorio- el desafío es empujar a los ciudadanos a las urnas, convencerlos de que es valioso salir de casa para ir a votar. Aquí, si no lo hacen son -en teoría- sancionados. Y aunque esas sanciones rara vez se aplican, son muchos los que cumplen “por las dudas”, “no sea cosa que...” Ese no es un voto convencido, de calidad, por más que todos valgan lo mismo. Los 240.000 que gambetearán el derecho/obligación revisten en otra categoría. ¿Quién les habla a esos 240.000 desinteresados, abstraídos, enojados, para quienes el lunes será más normal que nunca?
Y entonces...
¿Qué pasaría si los 17.949 desencantados del lunes fueran capaces de sorprendernos? Por ejemplo, de dirigirse a la ciudadanía con una hoja de ruta para los años que vienen. Imaginen si cada uno de ellos, de la manera que se les ocurra -seguramente por medio de las redes sociales, en las que tanto confían como vehículo del éxito- expresara lo siguiente: “Tucumanos, les anuncio que perdí. Pero no es lo importante, a fin de cuentas ¿qué es una banca, si a mí lo que me mueve es el bien común? Así que esto recién empieza. Voy a trabajar hasta 2023, o hasta que haga falta, con los siguientes objetivos...” Y que cada cual llene los puntos suspensivos como le parezca. Esa fuerza proactiva de 17.949 tucumanos sí que marcaría la diferencia. Nadie es culpable por expresar un deseo.
Hasta el más escéptico se conmueve un poco durante esos segundos que lleva empujar el sobre hacia el fondo de la urna. Se prende una lucecita que pregunta “¿y si esta vez...?” A ese sentimiento genuino la realidad suele caerle como un yunque, por lo general cuando el lunes el mundo se presenta exactamente igual. Tal vez allí radique la respuesta, en que no es la magia del domingo sino la construcción colectiva del lunes la que levanta el edificio. En ese tren viajan los 347 electos. los 17.949 perdedores, los 240.000 que miran desde afuera y el resto. Tucumanos, sin más.