Luchó contra el cáncer y le dijeron que no volvería a caminar: hoy es campeón de triatlón
A sus 11 años, un vecino mató a su papá de un tiro. A los 20, su mamá murió de cáncer. A los 24 años, le descubrieron un linfoma. Peleó contra la enfermedad y la venció. A la semana de que le dieran el alta, tuvo un accidente. Despertó en silla de ruedas. Se paró. Empezó a correr. Y esas corridas le devolvieron la vida.
Si uno lee que Osvaldo Fonio es campeón tucumano de triatlón o que ha acabado maratones en tres horas, lo primero que piensa es que se trata de un atleta profesional. Pero Fonio -32 años, ojos verdes- es una persona común que ha aprendido que siempre se puede ir hacia adelante. Que la frase 'no puedo más' no es un hecho objetivo, sino que queda al arbitrio de cada uno. Para él, el puesto en la clasificación es secundario. Lo importante es cruzar la línea de llegada con el convencimiento de que ha dado todo lo que tenía que dar y que ha aguantado todo lo que tenía que aguantar.
Fonio sabe aguantar. Al fin de cuentas, su vida ha sido eso: una sucesión de desgracias. Hasta que un día, el sol salió para él.
- Yo tenía 11 años cuando mi papá discutió con un vecino. El hombre vivía enfrente. Lo llamó, sacó una escopeta y le pegó un tiro. Lo mató delante mío. Me acuerdo de todo. Era un sábado al mediodía. Mi papá trabajaba en la sala de máquinas de la Caja Popular, en el centro. Habíamos ido con mi mamá en el auto, a buscarlo. A la tarde, me iban a comprar una bicicleta...
Trata de seguir, pero no puede hablar. Traga saliva. Hace silencio. Y se va. Su mirada no está aquí, en esta cocina de departamento y frente a un mate con bombilla. Está en otra parte. Aunque han pasado 21 años desde aquel mediodía en el barrio Sarmiento, cerca del parque 9 de Julio, al este de San Miguel de Tucumán, su mirada ha vuelto ahí. Le cuesta decir lo que ve. Decir que después del escopetazo, él entró corriendo a la casa, a esconderse. Que cuando volvió a salir, por detrás de la falda de la madre, el padre estaba tirado en el piso, desangrándose desde la ingle. Que su papá, Osvaldo Augusto Fonio -cómo él y como su abuelo-, era su héroe. Que su papá trabajaba de ingeniero. Que su papá sabía destilar el comino y la lavanda; lo hacía en el fondo, donde tenía una habitación grande con un mesón de acero inoxidable y tubos de ensayo. Que su papá había inventado una gaseosa de limón. Que su papá preparaba autos para correr y que él le alcanzaba las herramientas. Que su papá era tano, calentón e idiota. Que su papá peleaba con el vecino porque jugaban a la pelota y se la tiraban, sin querer, a su jardín. Que cuando sucedió aquello, sus hermanos, Leo e Iván, tenían nueve y siete años. Que casi no había familiares que los ayudaran; ni tíos, ni primos ni nadie. Que su mamá quedó sola con los tres hijos. Que ella era maestra, pero nunca había trabajado. Que a los 43 años, salió a trabajar. Que eran una familia linda. Que siempre estaban juntos. Que todo eso se fue. De un día para el otro, todo se fue. Que hasta sus 17 años, lloró todas las noches. Que no comprendía cómo una persona podía quitarle la vida a otra. Que con el tiempo entendió que hay gente así... y peor. Que ha perdonado al asesino. Pero que si su papá no hubiese muerto, él no estaría ahora contando esta historia. Porque aquel día, empezó su odisea.
- Mi mamá estaba afuera el día entero. Al comienzo era llevadero. Sabíamos que, aunque fuera tarde, iba a volver. Pero se enfermó. Nueve años después de la muerte de mi papá le detectaron un tumor en el útero. Estuvo muy enferma. La quimioterapia la tenía perdida; sin noción de nada. Se despertaba a las dos de la mañana y me gritaba ‘Ovaaaaa, vení por favor; refregame la espalda; dame las gotas’. Le hacía masajes. A la hora me volvía a gritar. Y a la hora, otra vez. Y así todas las noches durante un año. Mi papá había muerto en 1998. Ella se fue en 2008. Entonces me convertí en padre, más que en hermano. Los primeros días no sabía qué hacer. Pero lo hice. Cocinaba, lavaba y hasta cosía. Leo salía y no volvía. Tenía que ir a buscarlo. Era guiarlos y enseñarles. Era levantarlos para que fueran a la escuela. Era agarrarnos a las piñas para que tendieran las camas. Yo quería estudiar Educación Física, pero si estudiaba no comíamos. Pienso que Iván es el que mejor la sacó. Es como si le hubiera pegado menos. A mí me costó horrores llegar a ser lo que soy. Y Leo no aprendió lo que nosotros sí aprendimos.
- ¿Qué cosa?
- A no victimizarnos.
Al año de la muerte de su madre Fonio fue papá. Tenía 21 años y una licuadora en la cabeza. No sabía lo que quería. Iba y volvía con Natalia, la mamá de Pilar, su hija. Sus hermanos andaban cada uno por su lado. Él se sentía solo. Extrañaba a sus padres. “No me juzgo. Nunca fui malo... con todo lo que me había pasado...”, dice. Con todo lo que le había pasado e iba a pasarle...
A sus 24 años, un día se sintió mal. Al otro día siguió sintiéndose mal. Y al otro durmió el día entero. Entonces fue al médico: linfoma de Hodgkin, le dijeron.
- Fue un shock. Había perdido a mi papá. Había perdido a mi mamá de cáncer. Y me estaban diciendo que yo tenía cáncer, también.
Empezó con radioterapia. El tratamiento le dejaba una sensación de resaca; de insolación. Pero era suave en comparación con la quimioterapia. La quimio lo destruía. Después de la quinta sesión, se sentía un trapo. Sin fuerzas. Y ahí estaba su hija: quería darse la oportunidad de ser padre. Se acuerda de la novia de un amigo suyo, que tuvo el mismo cáncer y al mismo tiempo: murió a los pocos meses. A veces no entiende por qué a él la enfermedad no lo mató. Sospecha que tal vez haya sido el Polper B12, una vitamina que le daba su mamá de pequeño.
- ¿Qué es el cáncer?
- Es no saber canalizar los problemas. Uno se enferma cuando no larga lo que tiene adentro. Es como la bolsa de basura de la casa: hay que sacarla cada noche.
Doce meses después le dieron el alta. Para festejar, un amigo lo invitó a comer un asado. Fonio no podía tomar alcohol (en su organismo había medicación radiactiva). Bebió. A la hora de irse, le prestaron un cuatriciclo. Se sentía mareado por la combinación de alcohol y drogas. Subió. Hizo una cuadra. Y tuvo un accidente que lo dejó en coma.
Despertó al cabo de unas semanas. No sabía los nombres de las cosas. No sabía quiénes eran las personas. No sabía caminar. Y le entregaron una silla de ruedas para el resto de su vida. “Por qué a mí. Por qué a mí. Por qué a mí”. Se paraba, y perdía el equilibrio. Quería hablar, y se olvidaba las palabras. Pero lo peor no era eso. Lo peor era la soledad. La soledad que, desde la muerte del padre, se le asemejaba a un karma.
- ¿Y por qué a vos?
- Todo me pasó para que cambiara. Para que aprendiera. Para que no repitiera mis errores ni los de mis padres. La vida me agarró a cachetadas. Me hizo entender cómo son las cosas. Veo gente que se ahoga en un vaso de agua. Yo he vivido dentro de una olla... y aquí estoy.
Hubo un momento en el que pensó en suicidarse. Un momento en el que creyó que lo que vendría iba a ser igual: más sufrimiento. Y un momento en el que se sintió mejor. Hizo la silla de ruedas a un lado. Intentó y se paró. De a poco, volvieron los pasos, las palabras y los recuerdos. Entonces supo que siempre se puede ir hacia adelante. Un amigo lo ayudó a entrar a la fábrica de golosinas Arcor. Empezó como fletero, ascendió a vendedor. Ahorró dinero y puso su propio negocio, dedicado a la venta de alimentos orgánicos y para deportistas, celíacos, diabéticos, veganos e hipertensos. Conoció a Florencia. Se fueron a vivir juntos a un departamento, a unas cuadras de la avenida Mate de Luna. Y decoraron un cuarto para que Pilar se quede los fines de semana. Los primeros días ahí empezó a correr. Disciplinado, se levantaba a las cinco de la mañana y corría. Unos kilómetros. Más kilómetros. Y al mes ya corría 20 kilómetros como algo habitual.
Hoy, no tiene miedo a que vuelvan las desgracias. No tiene ataques de pánico ni de ansiedad. La vida te da y te quita, dice. Hoy es fuerte. Es campeón de triatlón. Es maratonista. Es corredor. Y esas corridas han ejercido influencia en otros aspectos de su vida. El running es su psicólogo. Corre y habla solo, a riesgo de parecer un loco. Corre y piensa. Corre y se encuentra con él mismo; halla su esencia. Corre y siente la lluvia, el sol o el viento. Corre y conversa con otros corredores. Corre y tiene la certeza de que uno puede superarse, cueste lo que cueste. “Correr me devolvió todo. Todo lo que se había ido”.
Entonces saca de su bolsillo un reloj que era de su papá. Un Casio. Todavía anda. Pasaron 21 años y nunca se ha detenido. También dice que Pilar es igual a su mamá. Que tiene los mismos ojos. Tal vez sea -conjetura- que ellos nunca se han ido.