Nieta de un español que huyó de la Segunda Guerra Mundial y encontró su lugar en el mundo en Tucumán, Eli es un eslabón más de la cadena de floristas de la familia Cardona. Vive en una primavera interminable, perfecta y única, porque lo que ella vende, afirma, además de diferentes variedades de flores, “es sacrificio, arte, esfuerzo, cariño y mucho amor”.
La puerta de sus 60 otoños la encuentra tan viva y en la lucha que confiesa estar encomendada a Dios, después de haber superado un cáncer de matriz y cuyo tratamiento preventivo no puede encarar. “No dispongo del dinero para comprar las hormonas que necesito. Pero tengo a Dios a mi lado. Él dirá cuando tenga que ser”, me cuenta ella con ese dejo de serenidad que hasta da un poco de envidia. El frente de tormenta no le mueve el piso.
Eli mira la mitad de su vaso vacío. Lo que le importa a ella hoy son sus hijos y su nieta, Isabella, la única. “En unos días cumple dos añitos. Estamos para ella. Y él trabaja para ella y para mí”, señala a Daniel, su único hijo varón que sigue la tradición familiar. Es el florista del puesto ubicado en el corazón de la acera que corta la peatonal Muñecas, entre San Martín y Mendoza.
Daniel es algo tímido, pero gentil y agradable a la charla. Se muestra como su madre, transparente a la hora de hablar de lo que más sabe: las flores. “Las más complicadas de cortar, por sus espinas, son las rosas”, reconoce el amigo de 33 años y cuyas manos han sabido amoldarse al legado de su bisabuelo y abuelo, José María Cardona I y José María Cardona II.
“Mi abuelo fue el primer florista de Tucumán. Llegó a la provincia huyendo de la Segunda Guerra. Él y sus nueve hijos eran floristas. Vendían las flores en canastos por la ciudad”, le cuenta LAGACETA Eli. Preocupa su salud, pero ella no le da importancia. “Estoy encomendada a Dios”, insiste.
Estar rodeada de sus flores la hace muy feliz. “Es verdad que hay que hablarles. Uno les da vida a ellas, y a uno mismo”, jura rodeada de Margaritas, Rosas, Lirios, Hortensias y Calas. “Están de moda y son nuestras, de nuestros cerros”, me desburra.
Flores de mi corazón
En época de vacas flacas el negocio se sostiene como se puede. Es un castillo con cimientos de cristal. “No está fácil. Ya no es lo mismo de antes. La crisis sí nos ha golpeado fuerte a nosotros. Aparte, las épocas festivas ya no son lo que eran”, se lamenta Daniel.
El Día de la Madre viene a ser el caballito de batalla de los floristas de la zona, así como lo son, ya en menor escala, el Día de los Enamorados, de la Mujer, el festejo de la primavera. “Hay que resistir”, bajar la guardia no es algo que ocurra entre los Cardona.
La presentación de la calesita donde están Eli y Daniel atrae por su variedad de colores. Es un collage con un aroma encantador.
A simple vista, la imaginación hace pensar que un buen ramo de flores puede costar un dineral, sin embargo, su precio parece haberse anclado en el tiempo.
La docena de calas cuesta $ 50, lo mismo un ramo de hortensias. Hay especiales con diferentes variedades que cuestan $ 300. Las rosas, dependiendo su calidad, van de $ 250 a $ 300. El ramo de San Vicente sale $ 50, el de margaritas, a partir de $ 80.
Una curiosidad. La mejor época para los floristas es el invierno. El frío hace que el stock no se marchite tan rápido. “El verano es complicado acá. Tenemos que comprar lo justo para no tirar nada a la basura”, reconoce Eli. Cada flor que no se vende y se apaga, es dinero perdido.
“Al cliente no se le puede mentir. Nosotros perduramos por eso, porque no le mentimos a la gente”, me asegura Eli. Su respuesta viene a colación de una pregunta simple que ella responde sin rodeos. ¿Cuánta vida puede tener una rosa? “De 5 a 10 días, dependiendo su cuidado. En total, desde que la cortan y llega a nosotros, 20 días. Las que vienen con capuchón, aguantan más tiempo”.
Hasta de Ecuador llega mercadería a la oficina de los Cardona. "Vienen en cámaras de frío", explican a coro, madre e hijo.
Vivir y morir por el puesto
El abuelo José María fue quien eligió los nombres de Daniel y María José (31), las devociones de Eli, además de Isabella. Fue él quien continuó con el negocio de las flores.
Empezó con nada, con el canasto que le había dado su padre. Pudo crecer a partir de la entrega de una tarima y de una reja exhibidora. Los años fueron haciéndolo conocido como el florista de la San Martín y Muñecas. Esa era su esquina. Su vida florecía en esa esquina.
Hasta que un día esa esquina ya no fue más su esquina. “Papá enfermó días antes de yo dar a luz a mi hija. Fue en la época de (José) Domato (gobernador). Se estaban haciendo refacciones en la calle y le habían prometido a mi papá que no le iban a sacar el puesto. Cuando le dieron del alta del hospital, lo primero que hizo fue ir a su esquina. Ya no estaba. Le habían corrido la calesita”, el corazón del padre de Elí no resistió. Se marchitó. “Le vino un dolor en la boca del estómago y al otro día me lo entregaron muerto. Le habían prometido que no lo iban a sacar de su lugar”.
Eli perdió a su padre por las flores. A ella, las flores la mantienen viva. La operación a la que fue sometida por su cáncer de matriz fue un éxito, sí, pero sin tratamiento posterior, el suyo es un cuento cuyo final puede no ser el mejor. Eli cree en Dios, en que Dios dispondrá de ella llegado el momento. Las bajas ventas en el puesto han hecho que su tratamiento hormonal no sea prioridad. Lamentablemente.
Daniel es el que abre las puertas del negocio. Sale de Lastenia, donde vive con su mujer, a eso de las 7.45. Busca mamá de la zona de Alderetes y a las 8.30 comienza a acomodar todo, con la precisión de un cirujano plástico. Flor que se golpea, flor que no sirve. “Nos quedamos hasta las 22”, comenta sin quejarse el amigo. “Acá somos felices”, agrega Eli, aunque no hacía falta. El reflejo de sus ojos y esa sonrisa interminable ya me lo habían hecho saber.
Fin.