Encuentro en las palabras Álvaro, Pablo y Marcelo un significado superior a lo que ellos creen expresar. Encuentro en lo que dicen un mensaje oculto de lucha cotidiana que debería liberarse como un ejemplo. Ninguno ha salido de la calle. Pero viven de la calle y gracias a la calle han podido construir lo que para ellos es su futuro y el de sus familias.
El camino inverso a su esfuerzo sería el oscuro; el de la delincuencia, la falopa, ergo, la vida fácil. “Viví toda mi vida en el Barrio Juan XXIII, La Bombilla, y jamás me metí en nada raro. Eso se lo debo a mis papás”, responde Pablo, que lleva 17 de sus 31 otoños ganándose la vida en el microcentro ofreciendo una variedad de productos: los paraguas son su fuerte, aunque el tiempo manda en el rubro.
“Si está medio pesado y no llueve, vendo algodón de azúcar. Si hace calor, achilata”. Pablo es un grande de esos grandes que la gente debería conocer. Y aplaudir. Ya sabrán por qué.
A los 24, Álvaro habla con la confianza de quien vive más tiempo por la San Martín y Muñecas que en su casa del Barrio Oeste II. “De nueve a nueve estoy y jamás pensé en cruzarme de bando. Prefiero trabajar. No me gusta hacerle daño a la gente. Mi mamá, Fabiana, siempre me habló de lo que hay que hacer y de lo que no”, casi en un tono bíblico, Álvaro sigue al pie de la letra lo que su madre le pide: ser buena gente.
Hace 15 años que Álvaro es uno más en la foto panorámica de la peatonal. Y a buena honra. “Tenía nueve y me corrían, pero yo volvía a la calle. Me gusta trabajar”.
Matías, el veterano de estos luchadores desconocidos, tiene 35 y hace 20 que vende sanguchitos de miga. Alan, su hijo mayor, de 18, es su empleado en otro punto del mapa, por la zona de El Bajo. “Es una manera de inculcarle valores, de que entienda que uno puede darle todo pero que también debe saber trabajar para algún día alimentar a su propia familia. Veo a chicos menores que él drogándose y me hace muy mal. Veo que equivocan el rumbo, y me hace mal. Creo que todo pasa por cómo se los orienta en la casa. La humildad no tiene nada que ver con no saber enseñarle a diferenciar a nuestros hijos entre el bien y el mal”, explica casi con un Evangelio en la mano.
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Amor cama afuera
Segundos antes de la despedida, Álvaro cuenta que Fabiana está enferma. “Tenemos que viajar a Buenos Aires, no sé cuándo, pero tenemos que ir”, su mamá sufre de cáncer de hígado y viajará a la Gran Manzana criolla por un tratamiento.
Álvaro trabaja 12 horas para ella y para él. “Me gusta estar acá”, señala el puesto de praliné de su amigo, patrón y vecino del Oeste II. “Pero algún día quisiera trabajar ahí”, señala un bar cruzando la calle.
El agua de la paila de cobre está a punto de hervir. En segundos habrá que agregarle dos tazas de maní y media de azúcar. Entonces el milagro de revolver con paciencia le dará paso a un praliné que por esta época se vende tan bien que hasta suena como una ironía en un país al borde del colapso, de consumo escaso y mucho nervio financiero. “Se vende, sí; a $ 20”.
Álvaro está como quiere. “Al mediodía me tengo que ir a la casa, pero me quedo. Estoy cómodo. Me dan la comida, el café. Después el sánguche (al mediodía). Lo mismo a la tarde”, panza llena...
Álvaro tiene una novia que lo quiere casar. “Ella trabaja cuidando chicos. Tiene un plan... Dejame tranquilo, ja”.
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Paraguas de mi corazón
La nota giraba en torno a cómo la piloteaban quienes venden praliné, pochoclos, frutos secos y toda esa lista de nutrientes que suelen encontrarse en esas mesas de chapa pintada en verde con la paila de cobre hacia una costado, generalmente humeando. Eso es lo que hipnotiza, la producción en vivo.
Lo que cambió el hilo del relato fue, justamente, Pablo, compinche de Álvaro en ese momento de modorra tucumana conocido como “la siesta”. La venta, directamente se apaga a cero, entonces es mejor hacer migas. Pasar el rato.
Pablo y Álvaro se conocen desde hace un tiempo. Pablo es de patear la calle, es la única forma de ganar dinero y poder llevar el pan a la mesa de su casa, donde lo espera Helena Rodríguez, su concubina.
Helena y Pablo son padres de Mía Candela (2) y en cuatro meses más, “si Dios y la Virgen quieren”, llegará la segunda nena a la familia. ¿Su nombre? “Pensé en ponerle el de mi suegra...”, ¡Paraaaaaaaaaaaaá, hombre! “Se pasa el yerno, je, je”.
Hace cuatro años, una de las hermanas de Pablo se casó y se mudó a San José de Macomitas, un pueblo pegado a la ruta 304, a 25 kilómetros -más o menos- del centro tucumano. “Departamento de Burruyacú”, indica el amigo de sonrisa amplia y sin pudores. El esposo de su hermana le ofreció a su Padre, Carlos Francisco Díaz, trabajar la tierra.
El señor Díaz vendió la casa de La Bombilla y se mudó a Macomitas. “A mí me cedieron un espacio y comencé a edificar mi casa”, comenta feliz Pablo como para cerrar el círculo del hogar perfecto, y de cómo cambió su perspectiva de lo que pretende para sus hijas. “El campo es lo mejor, estoy feliz de poder criarlas allá. Cueste lo que cueste”. Y le cuesta.
De ida y vuelta a casa, Pablo debe gastar casi $ 150 en traslados. Almorzar lo básico, “un sánguche de milanesa, una napolitana con fritas que con Álvaro la hacemos un apretao”, son otros 120 mangos. De costo, un paraguas le cuesta entre $ 105 y $ 120. Esos son los básicos. Pablo los vende a $ 200. Saque cuenta, usted, lo que este hombre debe vender para salir hecho.
“Por ejemplo, hoydía he venido y no vendí nada. Pero, este, me ha quedado plata de lo que hice ayer, que vendí 14 paraguas”, golazo a la esperanza.
El heredero de señor Díaz es súper prolijo con los números. Aprenda: “de lo que vendo, saco lo que salen los paraguas, primeramente. De ahí, el morfi para mi casa, entre 300 y 400 pesos, y el resto a un fondo común. Hay una reserva de $ 500/600 para tiempos malos”, una tajada de esa reserva hubo que utilizar anoche. Y posiblemente hoy otra porción.
Aprenda volumen II: “mi mujer cobra el salario y eso ayuda un poco. Yo nunca tuve la suerte de tener un plan. Me hubiera gustado, porque el plan me serviría para poder invertir en lo mío. Como que podría trabajar más tranquilo”, reconoce "Mono" como queriendo pedir una tregua a eso de correr siempre al límite y de no poder descansar un segundo. Porque descansar ese segundo puede significarle vender un paraguas menos. Entonces, chau boleto de colectivo. Chau plato de comida. Chau todo.
El jueves fue de miércoles, pero ni eso le voltea la sonrisa a Pablo, que ahora se pasea con un paraguas abierto y poniendo la mejor cara posible para la sesión de fotos de Diego Aráoz. Está en su salsa. Descubrir una faceta en él lo hace sonreír más aún. Y eso que no vendió nada y que su día fue a pérdida. Habrá revancha. Claro que sí. "Mientras haya aliento y fuerzas...". Genio.
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Tres por 20
Matías no tutea, trata al entrevistador de “don”, con una distancia propia de la vergüenza. Innecesaria, por cierto. Llegado el momento, se disculpa por no posar para la foto. La imagen, confiesa, podría traerle problemas a un negocio que comenzó cuando tenía 15 años y que gracias a él pudo construir la casa en la que vive con Alan y Anabella (12) en Villa 9 de Julio: Matías vende sanguchitos de miga. Tres por 20 pe. “Son ricos, de calidad”, asegura. Podemos dar fe.
“Está difícil la venta, don. En este país nada es fácil. Yo le gano al volumen y lo que gano a veces apenas me alcanza para comer. En una gran día (cuando hay manifestaciones en la plaza y tumulto de gente), que prácticamente no existe, puedo ganar limpios $ 700. Plata que ya no vale. Mire, tengo que trabajar para pagar la luz. Me llegó $ 3.850. Así no se puede”.
Alan quiere ser gendarme. “Está terminando la secundaria, Dios quiera me supere a mí, que sea algo mejor de lo que soy yo. No es una deshonra trabajar de esto, porque gracias a mi trabajo puedo mantener a mis hijos, pero yo quiero algo mejor para él. A mí, le digo con sinceridad, don, me gustaría también tener un trabajo diferente. Hace 20 años ya que estoy en la calle, don. No sé hacer otra cosa que esto, le digo la verdad. Pero si me da un pala, seguro aprenderé a usarla”, en un acto de sinceridad Matías expone el típico cansancio que supone remar constantemente contra la corriente, en una oficina a cielo abierto, como lo es la calle.
“Vengo a vender sánguches, trabajo y no le hago daño a nadie. Busco lo mejor para mis hijos y que ellos sepan de valores. Hay que encaminarlos, que sepan trabajar, que sepan sostenerse, que sepan que su futuro dependerá de ellos mismos. Así lo creo yo, don”, el trabajo honra, Matías. Bien por ustedes.
Fin.