La calle San Martín es un corredor mortal, uno de los muchos que cruzan la capital. Se registraron crímenes en el parque Avellaneda, frente al paredón del Cementerio del Oeste, y más arriba, cerca de San Martín de Porres, cuando una bala ingresó a una vivienda por la ventana. Los arrebatos son cosa de todos los días, desde avenida Mitre al Camino del Perú. Proliferan las rejas y el apuro de los vecinos por refugiarse en sus casas ante el menor movimiento sospechoso. A Marcos Sáez lo mataron a la altura de Thames, a pocos metros del portón de ingreso a la escuela Patricias Argentinas. Todos estos puntos de referencia urbanos carecen de protección policial.
Despachos de funcionarios y comisarías exhiben paredes tapizadas con planos. Son los mapas del delito, prolijas reproducciones de la ciudad en las que alfileres de colores pinchan las zonas peligrosas. Ahí el sentido común se convierte -y no sólo en Tucumán- en el menos común de los sentidos. Si se sabe cuándo, dónde y cómo actúan los delincuentes, ¿a qué se debe la falta de prevención? La respuesta es un mar de justificaciones, que pasa por la mala praxis (policías ineptos), la desidia (malos policías), la victimización (“tenemos las manos atadas”, “nosotros los agarramos y los políticos/jueces los largan”, “nos faltan elementos”) y la complicidad (policías corruptos). Seguramente hay un poco de cada ingrediente en una fuerza que intenta mostrar una imagen de sólida unidad, pero puertas adentro es un hervidero.
El desprestigio de la institución es de larga data. Tal vez cuando sus referentes dejen de ser personajes que borraron la frontera entre la ley y el crimen, como el “Tuerto” Albornoz y el “Malevo” Ferreyra, se produzca un salto de calidad en esa cultura de trabajo en la que se forman desde los oficiales a los aspirantes. Mientras, la ciudadanía no olvida que en diciembre de 2013 -sí, ya pasaron cinco años- la Policía descolgó los teléfonos y transformó la provincia en una gigantesca zona liberada. Hay un evidente problema de conducción, en los mandos altos y medios, pero sobre todo en lo político. Ni José Alperovich en 12 años, ni Juan Manzur en tres, consiguieron cambiarle el perfil a la fuerza. Fue un fracaso detrás de otro y la consecuencia tiene nombre, rostro, familia, amigos, una historia por detrás. Hoy se llama Marcos Sáez.
Si alguien pretende esgrimir por estas horas alguna estadística -por ejemplo, de merma en la cantidad de homicidios en ocasión de robo- es mejor que se llame a silencio. La espuma se mantendrá alta durante unos días, posiblemente alguna voz se escuche en Tribunales quejándose porque no dan abasto, aunque sin rozar las verdaderas grietas de nuestro sistema judicial, que en cierta forma es igual a la Policía: una corporación regida por su propia dinámica, inmune a los padeceres de la sociedad que la rodea. Después la espuma bajará y de Marcos Sáez, como de Valentín Villegas y de un interminable rosario de víctimas, sólo se acordarán sus íntimos.
Pueden ensayarse mil protocolos o filtrar la circulación en moto. Pueden comprarse armas de toda clase, en Israel o donde sea; puede multiplicarse la flota de vehículos de la Policía (aunque al menos podrían empezar por arreglar los que están averiados); pueden anunciarse planes y colocar vigías/agentes en cada rincón. En la medida en que no se profesionalice a la fuerza, no se la conduzca con acierto ni se la oriente hacia una prevención efectiva, será una pérdida de tiempo y de dinero.
De la otra cuestión de fondo no se habla y eso es lo más preocupante. ¿Qué hacer con las decenas de miles (decenas de miles, es imprescindible retener esa cantidad) de chicos, adolescentes, jóvenes y no tan jóvenes que no trabajan ni estudian? Tucumán es la capital del empleo informal, de la changa, de la ocupación solapada, en negro. Los números sostienen que, mientras la recesión se profundiza en todo el país, en Tucumán cae el desempleo. Magia pura, pero en la calle se ve otra cosa.
Desigualdad social e inseguridad están imbricadas. Si el 40% de la población navega entre la pobreza y la indigencia hay otra clase de alarmas que deben activarse (y al que se le ocurra apostillar “pobres hubo siempre” no está comprendiendo lo que pasa en Tucumán). La sociedad se siente desamparada y reclama protección, en especial los que menos tienen, que a fin de cuentas son las principales víctimas de ladrones, de asesinos y de violadores. Es un escenario complejísimo, un callejón: contra la pared está la ciudadanía y los tres Poderes del Estado sólo transmiten desorientación.