En sus “Recuerdos de 43 años en la República Argentina” (1916), el ingeniero Carlos Christiernsson narra que “a principios del año 1870 acompañé el ingeniero jefe de los estudios del ferrocarril de Córdoba a Tucumán, en su excursión por las provincias del norte; y para hacer estudio ocular, con buen acopio de datos y a nuestra satisfacción, compramos en Córdoba una mula carguera que llevaba nuestros efectos en dos petacas o baúles de cuero, y estábamos así convertidos en arrieros”.
Una vez terminados los estudios preliminares, cuenta, “emprendimos los definitivos, desempeñando yo el puesto de segundo jefe. Durante 18 meses, llevamos una vida de verdaderos ‘pioneers’ y descubridores de tierras desconocidas y despobladas de gente y hasta de animales. En la ancha faja de más de cien kilómetros de travesía que existe entre Córdoba y Santiago, no hay agua potable y en consecuencia hubo que traerse agua para la expedición en barriles, a lomo de mula”.
Ese “dormir en el suelo duro con el apero por toda cama, era tolerable en el verano; pero en el invierno, nos levantábamos con frío y para entrar en calor la emprendíamos a hachazos con cualquier árbol que encontrábamos a mano. El gobierno daba solamente carne para sus ingenieros, y teníamos que proveernos del resto de la vitualla a nuestra costa. El agua poco impedía los trabajos, porque casi nunca llovía”. Pero, “cuando llegamos a la provincia de Tucumán, cambió como por encanto el aspecto del terreno y cesaron nuestras fatigas. Campiñas risueñas, poblaciones y pueblos a cada paso, agua y arroyos y ríos cada día, era la gloria para hombres y bestias”. La construcción de la línea se adjudicó a la empresas de José Télfener, quien terminó los trabajos en 1876.