> PUNTO DE VISTA
SANTIAGO GARMENDIA
FILÓSOFO Y PROFESOR DE SOCIOLOGÍA EN LA UNT
El anarquista ruso Piotr Kropotkin fue uno de los primeros en señalar que las sociedades deben medirse por la extensión y calidad de sus cárceles. No es menos cierto con respecto a los baños. La distancia entre el baño de casa y los impenetrables baños públicos nos da una pauta de nuestra cultura. “El baño es para clientes” es una frase terrible, porque la urgencia se le presenta a uno en tanto humano, no como consumidor. En promedio pasamos más de un año de nuestras vidas abocados a esta actividad comercialmente improductiva.
Como bien lo señala Florian Werner en su opus magna “La materia oscura. Historia cultural de la mierda”, la cultura occidental es inexplicable sin el intento de esconder los restos digestivos. La sociología confirma que la actitud moderna de interacción social en el baño es la de la despersonalización del otro. Es lo que Erving Goffman llama desatención cortés, que no es otra cosa que configurar la conducta propia para evitar el contacto visual. En el baño se muestran las grandezas y miserias de una sociedad: su solidaridad y su egoísmo, sus hipocresías y sus verdades.
Nada nos parece más repugnante que los Sprächus de la antigüedad que Werner señala: letrinas públicas romanas donde se conversaba mientras se evacuaba. Quizás se mantiene algo de aquel espíritu en nuestras costumbres sanitarias. Ya no en la charla descarada, aborrecemos esa simultaneidad. Pero es cierto que buscamos las voces de otros en los escritos de los baños, que leemos con fruición y a menudo recordamos mejor que las tablas de multiplicar.
En definitiva, los baños no son sólo un lugar, sino un espacio y un tiempo especial. Y muchas veces un refugio hediondo de una sociedad de porquería.