Por Jorge Estrella, escritor y filósofo.-
He pedido que me entierren en Vinará, donde tengo memorias fuertes de mi infancia.
Mientras tanto la vida sigue desde las sensaciones como el frío, la masticación o el sumergirse en el sueño. Plena ella de vida en esos sentires, recuerdos, presencias y borrosidades de la memoria. Desmemoriada del fin, la vida se instala allí como para siempre, y siento que le agradezco por eso.
Me ronda sin eficacia la idea de escribir sobre esta experiencia que sólo vi desde fuera. Y que me cae en plena salud (antes de enfermar pedaleaba en la montaña hasta la mitad del camino sin descansar y sin dificultad, ni soy sedentario, fumador o bebedor).
Fuera de los previsibles lamentos, dos asuntos me fueron quedando claros.
Por un lado de punta a punta -¿elección de vida o secuela de una infancia con intemperies, cómo saberlo?- jamás me sentí importante. Siempre me postergué ante lo que entendí era prioridad para la familia. Tiempo, recursos, trabajos, viajes, dedicación, preocupaciones, estaban no referidas a mí sino especialmente a los míos. El contraste entre ello y las autorreferencias elogiosas imparables, que presencié cientos de veces, contribuyeron a que supiera esto tempranamente sobre mí mismo.
En ese contexto la levedad del ser perdía bastante su condición insoportable. Y así estoy, viviendo lo de hoy, como asunto tan de este mundo que -salvo el dolor físico- no merece resaltar demasiado sus relieves.
Por otro lado recuerdo que al saber el diagnóstico de mi mal (Mieloma múltiple) se instaló en mi ánimo esta extraña pregunta: “¿Cuando despierte mañana, cómo habré asimilado el asunto?” Y entendí claramente que tenía ante mí dos imágenes: una vacía y plena del “gran silencio” (como la llamó Yupanqui); la otra ganosa de vida, combatiendo al mal y sobreviviendo.
No era asunto de preferencias entre una y otra visión. Quise saber dónde se ubicaba mi ánimo. Y lo hice sin el menor esfuerzo: en la primera imagen, por mucho que hiciera por terminar en la segunda.
Ganaba la sensación de “se acabó el juego” y hay un solo ganador final.
Quizás el mistolar cercano en el cementerio de Vinará envíe con el viento y las aves sus semillas sobre el suelo en que estaré. No creo que me reciba otro lado (los sumerios lo llamaban, “país del irás y no volverás”) no creo en el más allá, sólo espero el más aquí del gran silencio. ¿Pero qué importancia tiene lo que cree cada cual sobre este asunto? Lo haya o no lo haya, el país del irás y no volverás no será afectado por lo que creamos ni por las habladurías que lancemos sobre él con esa seguridad inoportuna que nos caracteriza.
Pero sí creo en las analogías de la metáfora: el mistolar sembrará mi suelo como sembré desde mis escritos a los prójimos que los leyeron. Como esas semillas amplié espacio y tiempo en el ánimo de mis lectores. ¿Inmortalidad? El mistolar la busca y la obtiene por tramos largos de tiempo y de territorio a los que no aspiro cumplir con la contundencia que él lo hace. Lo contrario sería sólo inútil vanidad autorreferente. Tan frecuente esa vanidad que me avergüenza entre los escritores especialmente. Por eso me cuesta decir –pero lo diré- que creo haber rosado alturas con algunos de mis escritos (Ñorco, Vinará, La filosofía y sus formas anómalas, ¿Por qué no efecto Edipo?, La flor en la piedra, Contra la nostalgia, El tren, Desiderio, por ejemplos). Más que por mérito propio porque fui alcanzado por esos textos: sólo supe darles atención para cumplirlos.
Escogí no hablar sobre mí mismo, siempre. Pero siempre lo hice desde mí mismo, esa marca hizo de radar para que esos textos me encontraran.
Por lo mismo que sentí siempre burla y aversión hacia los “actos culturales” donde suele presentarse un nuevo libro, frecuentemente bordeando el ridículo, también pedí que me entierren sin ese paso previo del velorio público, otra exhibición que la tradición sostiene como acto cultural. Porque aunque reconozco que las ceremonias dan sostén a lo social y quizás no podría subsistir una sociedad sin ellas, sé que con ellas el individuo desaparece tras el afán de la tribu. Y no me atraen las multitudes. Nacimientos, defunciones, egresos de estudios, casorios, juramentos en cargos, ¿podría acaso vivirse en sociedad sin ellos? Quizás no, pero ello no me impide sentir que pocas cosas de lo humano me atrajeron menos que esas ceremonias. No así la acción, el conocimiento, las artes, la lectura proveniente de almas inevitablemente solitarias.
Por años vi y gocé de una imagen cómica publicada diariamente en “El Mercurio”, de Chile. Su autor era muy ingenioso. Cuando se acercó el fin publicó una hoja blanca en el viento que decía “Adiós”, Bella manera de irse sin retorno. No lograré imitarlo con estos adioses míos de hoy.