De Carlos Díaz Lannes, Centro de Estudios en Democracia, Justicia y Seguridad.-
A casi dos años de convertido en ley (no-vigente), el Código Procesal Penal adversarial sigue encontrando -paradójicamente- nuevas adversidades y adversarios. El Poder Judicial se resiste a incorporarlo inmediatamente como herramienta de trabajo y continúa con el trámite burocrático y lento del expediente escrito. Para la corporación judicial, la clientela del sistema penal -ingresada por tandas cada vez más numerosas- sigue siendo sacrificable: los conflictos entre las personas no encuentran adecuada resolución, los procesos se eternizan, el Ministerio Público es ineficiente a la hora de perseguir casos de corrupción y la Defensa pública sigue sin tener un líder que la convierta en una institución altamente capacitada y eficaz para resistir la tarea de una contraparte poderosa, que cuenta con amplios recursos estatales (incluida la policía). Nada de eso es prioritario para los magistrados. Poner a funcionar el nuevo código significa abandonar la comodidad y el secreto de los despachos y permitir que una oficina especializada gestione sus tiempos, fijándoles una agenda inamovible de audiencias que hoy manejan a su antojo en perjuicio de litigantes y abogados. El nuevo sistema se caracteriza por considerar a los jueces un recurso más -calificado y especializado- para producir audiencias en cantidad. Esto es algo difícil de digerir para algunos magistrados que no aceptan de buen grado formar parte del “colegio de jueces” -un banco de suplentes que permite rotación y sustitución rápidas-, necesario para terminar con la rígida organización en paralelo bajo la forma de “nominaciones” y “salas” o por “turnos”. Las demoras originadas en excusaciones, recusaciones o licencias de todo tipo, serán acotadas con este órgano colegiado, que algunos jueces de Cámara se resisten a integrar junto a otros que consideran “inferiores”, como tampoco les agrada que sus sentencias sean revisadas por otros pares. A las demoras debidas a falta de infraestructura, de jueces, de capacitación o de equipamiento, se suman las disputas por la marquesina. En noviembre de 2016 el Consejo de la Magistratura llamó a concurso para cubrir seis cargos en la Cámara de Apelaciones, que sería convertida directamente por la Legislatura en Tribunal de Impugnaciones del nuevo sistema. Algunos jueces de la Cámara Penal entendieron que debían integrar este órgano y presionaron en forma sostenida sobre el CAM, logrando que frenara en deliberadamente esos concursos. El impacto de esta manipulación fue la saturación del tribunal que resuelve apelaciones de tres centros judiciales (Capital, Concepción y Monteros), con grave perjuicio para los ciudadanos que padecen prolongadas prisiones preventivas y son compelidos a aceptar juicios abreviados para encubrir la mora judicial, violando garantías constitucionales con rango de derechos humanos, al tiempo que se postergó la resolución de miles de causas. Finalmente, lograron que la Legislatura apruebe una ley que invade competencias de un órgano autónomo (el CAM) “facultándolo a dejar sin efecto los concursos” en trámite para la Cámara de Apelaciones y convoque otros nuevos para el Tribunal de Impugnaciones, concediendo a estos jueces el privilegio de concursar sin esperar a que se produzcan vacantes, violando la igualdad constitucional y el legítimo interés de los postulantes inscriptos. La pretendida finalidad de la ley se contradice con la realidad: primero, porque la Cámara de Apelaciones ya debería estar integrada con jueces titulares y funcionando regularmente con ellos hasta 2021 (fecha de entrada en vigencia del código en Capital); segundo, porque desde hace un año sólo tiene dos jueces titulares y un desfile de subrogantes que impide consolidar doctrina judicial sobre audiencias, prisión preventiva, criterios de oportunidad, etcétera; y tercero, porque las vacantes que dejarán los jueces que pretenden el ascenso deberán ser cubiertas mediante nuevos concursos que provocarán más demoras en la diezmada y desprestigiada Justicia penal. La reforma se estancó dos años para complacer a unos pocos que pretenden cargos de una supuesta mayor jerarquía, en los que continuarán sin esfuerzo con las rutinas internalizadas que les cuesta abandonar, porque siguen actuando hoy -lo vemos a diario- con las mismas viejas pautas del más puro inquisitivismo. Será como poner el vino nuevo en odres viejos y ambos se arruinarán, como enseña la parábola. El Tribunal de Impugnación tiene una importancia central en el funcionamiento del sistema adversarial: es la válvula que regula el poder estatal y amplifica la vigencia de las garantías. Su función es consolidar jurisprudencia que erradique las viejas prácticas escrituristas a las que se tiende a retornar en forma inexorable. Así como la sanción de una ley no cambia la realidad por sí misma, cambiar de cargo o de sayo no trae aparejado un cambio de mentalidad, de valores ni de actitud.