Un adolescente que inicia el colegio secundario y que por su edad carece de memoria histórica, de pronto empieza a interesarse en la vida pública. Atiende por primera vez la información que le suministran los medios, escucha a los comentaristas de la política, lee los diarios. Podemos imaginar sin esfuerzo el aterrador cuadro que se va formando, en su mente, respecto del país en que vive.
Sus padres le han inculcado una tabla de valores. Sus maestros le van enseñando una historia nacional, donde se admira a hombres y mujeres que se caracterizaron por el espíritu de sacrificio y por la concepción ética de la vida. Se le han impartido nociones sobre el respeto debido al Estado y a las leyes que organizan la sociedad.
Y, cuando toma conciencia de la realidad que lo circunda, no tiene más remedio que pensar que todas aquellas pautas no eran más que una novela para ingenuos: una ficción, una mascarada hueca de todo sentido.
Encuentra que ese mundo adulto, que le parecía tan respetable, cobija, en muchos de sus ámbitos claves, un pozo nauseabundo de corrupción y de manejos ilegales. Que una enorme cantidad de personas que desempeñan la función pública tiene, como preocupación central, la de acumular dinero mal habido, que recibe en bolsas o en valijas. Que la coima es algo común. Que existen los magistrados prevaricadores, por acción o por omisión. Que abundan las grandes empresas que obtienen concesiones del Estado por medio del soborno y de las dádivas a los funcionarios que las autorizan. Y que no se trata de pequeños robos, sino de una danza de muchos miles de millones, que cada día parece crecer, revelada por las investigaciones y por el testimonio de los protagonistas “arrepentidos”.
Entonces, el adolescente tiene derecho a preguntarse qué país es en el que realmente vive. Se le representa similar a esos filmes policiales que transcurren en ciudades asoladas por bandas mafiosas, donde la ley y la honestidad son conceptos que sólo despiertan risa.
Hasta el cansancio se ha repetido que el más valioso capital que una nación tiene es su juventud, y que no deben escatimarse sacrificios para formarla, en lo espiritual y en lo físico. Se insiste en que los jóvenes son nuestra máxima esperanza, ya que en sus manos estará el destino del país en un futuro nada lejano.
Ante semejante panorama, parece evidente que una de las grandes y fundamentales tareas de los argentinos de hoy consistirá en convencer con hechos, a su juventud, de que todo eso que están viendo no constituye su país. Que el universo de corrupción que se va destapando a diario no es más que una etapa, por indigna que sea: uno de esos apagones deplorables que a todos los pueblos les toca sufrir alguna vez.
Que, en síntesis, es diametralmente distinto el porvenir a que aspiramos. Y que tenemos el firme propósito de que todo eso quede definitivamente atrás y nunca pueda repetirse, bajo ninguna circunstancia.
Sin duda, para lograr tal objetivo será necesario que no quede manejo turbio alguno sin ser debidamente esclarecido. Que los autores y los cómplices sean responsabilizados y sancionados con todo rigor, sean quienes fueren y por encumbrado que fuera el cargo desde el cual delinquieron. Y que quede lo suficientemente claro que nadie puede considerarse exceptuado de cumplir la ley. Necesitamos, con urgencia, que soplen nuevos vientos, que alejen tan vergonzoso tramo de la vida de nuestra república.