Días pasados, en Buenos Aires, en charla de sobremesa con amigos, se comentaba el film “El ángel”, de Manuel Ortega, sobre Robledo Puch. Todos tenían edad suficiente como para recordar esa famosa escalada de crímenes cometidos por un menor. De pronto, uno de los participantes de la rueda, el doctor Ernesto Spangenberg, sorprendió al grupo cuando afirmó pensativamente: “Yo dicté la primera condena a Robledo Puch”.
No sin trabajo, lo convencí de que conversáramos en su casa al día siguiente, para que me contase los detalles que recordaba del asunto.
Sucedió en 1977. Ese año, Spangenberg había sido designado juez federal en la localidad bonaerense de San Martín. De entrada, llegó a su despacho una causa ya empezada contra Robledo Puch, por el delito federal de falsificación de documento de identidad. El acusado estaba preso y se tramitaban, en otros juzgados, las causas por los asesinatos que le dieron tan siniestra fama.
“En esa época, los jueces federales de provincias teníamos tanto las facultades instructoras como las de sentencia, sistema que ya no existe ahora”, recordó Spangenberg. “Como era mi obligación tener contacto con el procesado, hice que lo trajeran a mi despacho”. No recordaba si estaba entonces alojado en el penal de Villa Devoto o el de Caseros.
En su memoria, era “un jovencito rubio, muy blanco”. Parecía “un chico común, de clase media, con aspecto y modales muy diferentes a los de los habituales acusados ante juzgados penales”. Era “de estatura mediana” y daba la impresión de educado. “Hablaba despacio”.
Spangenberg había revisado ya los otros expedientes sobre el personaje. En uno de ellos, recordó, había constancia de que fue sometido a pericias psiquiátricas, en las que el dictamen de los médico fue que “no había nada anormal en su personalidad”.
Días más tarde, se presentó ante Spangenberg un abogado de apellido Gutiérrez, manifestando que representaba a Robledo Puch, y que éste quería hablar lo más pronto posible con el juez. Entonces, Spangenberg pidió al Servicio Penitenciario Federal que lo trajeran a su presencia.
Fue el segundo encuentro. Quedó en su memoria la sensación de que Robledo Puch “estaba muy asustado”. Le pidió que le enviara a otro penal, “porque tenía miedo de que lo mataran donde estaba”. Spangenberg halló razonable la solicitud, sobre todo viendo la angustia del detenido, y dispuso que lo trasladaran a otra cárcel, “no sé si a Sierra Chica” u otra.
El juez se abocó a estudiar la causa. Robledo Puch había querido desvincularse de la falsificación. En su declaración indagatoria, decía que había visto el documento confeccionado con su foto, en la casa de un tal Somoza; que le llamó la atención, aunque que no se preocupó por averiguar quién era el autor del fraude. Pero las pericias caligráficas demostraron que él lo era. La defensa alegaba que, finalmente, nunca había utilizado ese documento falso.
Valoradas las pruebas, el 27 de abril de 1977, el juez Spangenberg dictaba sentencia, “en la causa seguida contra Carlos Eduardo Robledo Puch, argentino de 20 años, soltero, con instrucción, hijo de Víctor y de Aida Habedank, domiciliado en calle Las Acacias número 184 de Villa Adelina, partido de San Isidro”. Conservaba copia en su archivo. Luego de 58 renglones de meditados considerandos, fallaba condenándolo “a la pena de cuatro años de prisión como autor responsable del delito de falsificación de documento público, previsto y penado por el artículo 202 del Código Penal, con costas”.
Esos cuatro años fueron la primera condena dictada contra Robledo Puch porque, cuando salió el fallo de Spangenberg, las otras causas estaban todavía en trámite, recordaba el ex juez. Se trataba de “crímenes atroces, de hechos de sangre con cuotas de perversión”, que todavía no se habían fallado por complicaciones en las pruebas.