La Selección ganó un partido que tuvo todo lo que se reclamaba: corazón, juego y épica
¿Quiere que le hable de táctica? ¿Que ensaye un análisis en profundidad? No ahora. No esta noche que parece un eterno atardecer, porque son casi las 12 en San Petersburgo y en un rato saldrá el sol. Mañana podremos desmenuzar con otros ojos el partido. Ahora déjeme contarle que los jugadores no quieren irse de la cancha. Si fuera por ellos se quedarían a vivir en el césped, aplaudiendo a una hinchada que dejó la piel y la garganta en este estadio inolvidable. Déjeme contarle que Messi mira al público cara a cara, lo arenga, recibe la ovación, el amor. Hay mucho amor de la gente esta noche.
Argentina no podía irse del Mundial empatando con Nigeria. No así. No después de un primer tiempo en el que la Selección fue intensa, solidaria, ordenada. No después del golazo de Messi. Golazo de crack: mató el gran pase de Banega con la zurda, hizo correr la pelota en el mismo movimiento y definió de derecha. Cruzado, arriba, inatajable. Messi, tan esperado en Rusia, dijo aquí estoy. Después de hablar en la cancha habló frente a los micrófonos y se descargó. Bienvenido.
Déjeme contarle que, por fin, el equipo hizo pie. Le pedían corazón, y lo tuvo. Le pedían juego, y exhibió algunos chispazos durante el primer tiempo. Le pedían rendimientos individuales acordes con una Copa del Mundo, y aparecieron algunos. Le pedían épica, y entonces, cuando los nervios y la tensión parecían ganar la partida, encontró uno de esos goles que, de tan raros e inesperados, se llenan de belleza. Centro de Mercado, definición de primera de Rojo. ¡De derecha! La clase obrera fue al paraíso.
Maradona baila, grita, hace gestos, cruza los brazos sobre el pecho como la momia de Karadagián (¡qué antigüedad, por Dios!). Regala su show hasta que se desploma y los paramédicos se lo llevan. La alusión a Diego es inevitable, porque el partido fue netamente maradoniano en su desmesura, en sus contradicciones y en la grandeza del festejo. Un partido cambiante por culpa de ese penal, que por lo general no se cobra y que Moses convirtió con un toquecito. Déjeme contarle que el partido enloqueció, salió de los carriles; que Argentina terminó con la lanza en la mano y que así como lo ganó pudo haberlo perdido. Los nigerianos dejaron pasar el tren y Armani, arquero de equipo grande, fue en parte responsable. Después hay una mano sin intención de Rojo. La revisan con el VAR. No, basta de pálidas. Siga, siga, dice el turco Cakir.
¿Milagro?
Croacia había hecho su trabajo mandando a Islandia a casa. La Selección tenía la obligación de ayudarse a sí misma. Sufrir no es una elección, sino un mandato para este plantel, urgido por curarse de la intoxicación que lo mantuvo al borde de la fosa. ¿Milagro? Tal vez por el cariz que habían tomado las cosas, después de ese gol errado por Higuaín que había instalado el peor de los presentimientos. Quien quiera llamarlo milagro está en su derecho.
Déjeme contarle que los de adentro y los de afuera han perdido la voz. Hay muchos argentinos llorando en San Petersburgo. Mascherano, con la sangre sobre la cara, es más Mascherano que nunca. Erra pases una y otra vez, comete un penal, llega lento a algún cruce, pero nunca deja de pedir la pelota. Él, como varios de sus compañeros, sabe que este es el día, que esta es la noche. Entonces va para adelante. Los “históricos” han caminado por la cornisa durante un partido tremendo y no se rinden.
No me pida que analice el partido con Francia. Será el sábado en Kazán, ciudad que invita a pensar en Oriente, en aventureros a caballo. Un atractivo pozo de los misterios. Déjeme recordarle que esta clase de victorias suele oficiar de bisagra, que los equipos emergen de estos desafíos retemplados, con la confianza en alza, más seguros de sí mismos. Absolutamente todo puede pasar de aquí en más. Esta, compatriotas, es la fiesta de los sentimientos.