Desde tiempos remotos, el hombre sintió la necesidad de castigar a quienes quebrantaban las leyes que cada comunidad se imponía. Con frecuencia las faltas se pagaban con la muerte, pero la práctica del encierro era otras de las modalidades. Hacia el siglo XVII comenzaron a construirse las cárceles, cuya finalidad según la época fue cambiando. Se buscaba proteger a la sociedad de individuos peligrosos; disuadir a quienes pretendían cometer actos contrarios a la ley, reeducar al detenido para que, tras el cumplimiento de la condena, pudiera reinsertarse en la sociedad, y evitar que los acusados huyeran de la prisión. Las funciones básicas debían ser entonces reeducar y resocializar.
Una persona que delinque, viola o mata, tiene problemas psicológicos serios que le impiden adaptarse socialmente. La pérdida de la libertad es, por cierto, uno de los castigos más terribles que puede padecer un ser humano. Se supone que durante el período de encierro que dure la expiación, el recluso será ayudado en lo que a salud mental se refiere para luego poder readaptarse en la sociedad. Sin embargo, pocas veces suele suceder en nuestro país y en Tucumán.
Hace pocos días, la jueza nacional de Ejecución Penal N° 5 dijo que las penitenciarías no tienen que ser feas, tristes y deprimentes. “Nuestro ensimismamiento nos lleva a una visión exacerbada de la seguridad y a creer equivocadamente que para proteger a las víctimas hay que elevar la punición. Está probado y estudiado que esto no genera efectos, y que lo único que puede dar un resultado positivo es la posibilidad de armar un proyecto de vida distinto y superador de aquel que llevó a la cárcel. Si no se atienden las causas subyacentes del delito, el encierro no va a servir para nada... Nuestras cárceles están llenas de excluidos del sistema... la pobreza estructural es evidente”, indicó la magistrada.
El secretario letrado de la Defensoría General de la Nación afirmó que Tucumán tiene una de las realidades penitenciarias del país más difíciles y necesita una reforma integral.
En estos días, pasó también por Tucumán un representante de la fundación El Arte de Vivir, que brinda cursos a los presos en las cárceles latinoamericanas, cuya principal característica es el abandono de las personas. Según su mirada, “el 99% es un depósito de gente pobre y el 80% de la población carcelaria tiene de 18 a 30 años”. Este abogado que enseña yoga y meditación a los reclusos, asegura que nadie nace siendo un asesino. “Cuando me dicen que van a construir cárceles nuevas yo digo qué pena, porque sostener el encierro de las personas no tiene ningún sentido. Es lo mismo que se viene haciendo desde hace siglos y es lo único que no ha evolucionado. Encerrar a una persona en un espacio pequeño, sin darle nada, solo maltrato, mala comida y nada de educación sino todo lo negativo: drogas, castigos, mala higiene, no es rehabilitarla para la sociedad”, dijo.
El sistema carcelario está en crisis desde hace mucho tiempo. En agosto de 2017, la Procuración Penitenciaria de la Nación señaló en un informe que era grave la realidad de los penales de Villa Urquiza, Concepción y Banda del Río Salí. El reporte destacó la falta de acceso a la salud, trabajo, educación, alimentación de los reclusos, así como las pésimas condiciones materiales de alojamiento.
En ese contexto es prácticamente imposible hablar de reeducación y readaptación y pese a los informes desfavorables de los últimos años sobre esta realidad, nuestros gobernantes miran a otro lado. La reformulación del sistema carcelario en profundidad debe surgir de un debate serio entre los poderes del Estado, las áreas de salud, educación, las universidades y las instituciones civiles. Si se siguen repitiendo los mismos esquemas que la realidad muestra que son un fracaso, los reclusos seguirán perfeccionando su capacidad delictiva.