Aunque hay países más lindos que otros en Latinoamérica, las cárceles son iguales: “la principal característica es el abandono de las personas. El 99% es un depósito de gente pobre y el 80% de la población carcelaria tiene de 18 a 30 años”, dice Ismael Mastrini, cuya misión es dar cursos del Arte de Vivir en forma ad honorem a los presos de las cárceles de América Latina.
“La mejor cárcel es la que no existe. Cuando me dicen que van a construir cárceles nuevas yo digo qué pena, porque sostener el encierro de las personas no tiene ningún sentido. Es lo mismo que se viene haciendo desde hace siglos y es lo único que no ha evolucionado. Encerrar a una persona en un espacio pequeño, sin darle nada, sólo maltrato, mala comida y nada de educación sino todo lo negativo: drogas, castigos, mala higiene, no es rehabilitarla para la sociedad”, afirma Mastrini de visita en Tucumán.
Hace cinco años la fundación comenzó a dictar un curso en la cárcel de Villa Urquiza que tuvo que interrumpir por falta de un lugar para enseñar yoga. “Hace un año comenzamos de vuelta, pero la capilla que era el espacio que usábamos se ocupa para dar clases. Es lo que pasa siempre, no hay lugares comunes en las cárceles porque no tienen previstas actividades de educación ni de recreación”, advierte. Ayer se inició un curso de yoga en la cárcel de Concepción.
Una curiosidad
Mastrini destaca como curiosidad que en las cárceles de América Latina sólo el 3% son mujeres. Lo bueno del dato lo quita el hecho de que “son más violentas y agresivas en conducta y más cerradas a la hora de recibir el curso”, sostiene Mastrini. Quizás se deba a que siempre hubo un hombre por el cual ellas están presas y por eso les cuesta concentrarse en el curso, supone. “Si no es que mataron a un hombre, es que él las engañó o colaboraron con él en el delito por el cual están presas”, dice.
Mastrini tiene cientos de anécdotas. En Chile, por ejemplo, el instructor se llevó una sorpresa. El lugar donde se daba yoga estaba bien, pero él pidió conocer dónde vivían los presos. Después de mucha resistencia logró que lo llevaran al lugar: “el edificio parecía bombardeado. Había un solo caño para 60 personas y sólo de agua fría, que a veces se congelaba y los reclusos se quedaban sin agua”, cuenta.
Mastrini señala que les cuesta mucho ingresar en las cárceles a dictar los cursos gratuitos. “Y no es que damos un curso y nos vamos. Trabajamos allí por cinco años más o menos con un curso mensual y un seguimiento semanal. Lo que podemos garantizar es que en el pabellón donde logramos la práctica del Arte de Vivir desaparecen las peleas, las drogas y la violencia”, asegura.