“Intelectualmente, el periodismo quita más que lo que da. En el trabajo forzado de las dos columnas diarias, el arte de escribir se transforma en una ocupación casi maquinal, en acto reflejo”, escribía el director de la Escuela Normal de Tucumán, Paul Groussac, desde París para “El Diario”, de Manuel Láinez, en 1883.
“Es un oficio como cualquier otro, que absorbe y gasta la inteligencia. En cambio de esa uniforme facilidad de improvisación, de cierto adiestramiento de la mano, se pierde el hábito del estudio, de la reflexión, y sobre todo la fuerza para luchar con la materia rebelde. Es fatal: el diario vive un día, como lo dice su nombre. Se lee en el café, en el tranvía, para buscar novedades, informaciones, y regalarse un momento con la pimienta roja de las polémicas. ¿Para qué afanarse en la persecución del ‘mejor’ cuando el ‘regular’ es suficiente? ¿Quién graba obras maestras en la arena?”.
Pero pensaba que, al final, “en este mundo todo tiene su compensación. Por eso hay limpiabotas alegres y millonarios melancólicos. Cuando me hallaba en un claustro de Tucumán, royendo libros y borroneando papel, aparecíame de lejos la vida parisiense como paraíso intelectual. Figurábame con envidia la situación de los obreros de la inteligencia, que pueden comunicarse sus afanes, ayudarse y estimularse. Sin duda hay algo de eso; pero, en cambio ¡cuánta frivolidad y rivalidad mezquina! Por una lección de Renán o una conversación de Daudet, que fortalece y refresca ¡cuántas procesiones de títeres pretensiosos y vacíos! ¡Qué flecos bonitos, zurcidos a una trama vulgar y raída! Para el desarrollo completo, después de los 30 años, creo todavía que la soledad es preferible a la disipación de una gran capital”.