El actual problema de la devastación de los bosques tucumanos no es para nada nuevo. En 1872, hace casi un siglo y medio, el doctor Arsenio Granillo lo planteaba, en su libro “Provincia de Tucumán. Serie de artículos descriptivos y noticiosos”. Decía que “la gigantesca selva” de Tucumán, “que se extiende de sur a norte, en todo el largo de la provincia, cubriendo los flancos de las montañas”, iba desapareciendo “por el desordenado uso que de ella se hace”.
Afirmaba que “hasta hoy, ni la autoridad ni los propietarios de bosques, se han preocupado de la reglamentación del corte de los árboles y de su reproducción”. Así, se los explota “con voraz rapacidad, sin cuidarse del porvenir, sin pensar que de ese modo destruyen una fuente de riqueza que con el uso ordenado puede ser inagotable”.
En sus recorridas, afirmaba, había comprobado con tristeza el destrozo que se hacía de muchos ejemplares, para sacarles la corteza y utilizarla en las curtidurías. “Hemos visto en esos bosques, por cada árbol vivo, veinte muertos, cuyos esqueletos blancos, puestos de pie, están dando testimonio de la imprevisión de sus dueños”. Podía haberse extraído la cáscara de los gajos del árbol, respetando su tronco, pero el “cascarero” había preferido utilizar el hacha.
Afirmaba Granillo que el mismo desorden se observaba en el corte de maderas. El propietario del bosque vendía el derecho de extraer sin restricciones, y el comparador, que quiere hacer todo fácil, “corta lo mismo el árbol joven que el viejo o maduro, y con frecuencia destruye árboles enteros para usar la madera de algunos de sus gajos. Hace lo mismo que el gaucho montonero, que mata una vaca para comer únicamente la lengua”.