A la conquista del territorio
CULTURA NACIONAL. Los argentinos no pierden sus costumbres ni sus formas de compartir los espacios públicos en cualquiera de las playas donde vacacionan CULTURA NACIONAL. Los argentinos no pierden sus costumbres ni sus formas de compartir los espacios públicos en cualquiera de las playas donde vacacionan
09 Febrero 2018

Juan María Segura - Columnista invitado

Me ilusioné ante la posibilidad de descansar frente al mar con mi familia. Luego de un año intenso de trabajo, estudio y responsabilidades en aumento, sentía la necesidad de desensillar.

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Todos necesitábamos unos días mirando el mar con los pies enterrados en la arena. Contemplar y reflexionar, eso que Nicholas Carr dice que hacemos tan poco por culpa de Google y de las pantallas. Era el plan, además de recuperar esas conversaciones postergadas durante el año, dejadas de lado por priorizar las normales urgencias de lo cotidiano (bien vale el oxímoron). Y para ello habíamos elegido una playa fuera del país, con buena infraestructura, mala conectividad a internet y un acceso tortuoso. Necesitábamos tomar distancia, no solo de nuestras obligaciones y rutinas, sino también de nuestro querido país, que siempre parece que progresa, pero finalmente regresa, que ante cada crisis amaga una renovación de actores, pero solo cambian las sillas, que modifica y adapta el discurso para caer mejor, pero raras veces altera esas prácticas que nos condenan. Ese país que amamos y nos duele por igual, que se ha empecinado en vivir en la eterna adolescencia, que se ha vuelto insensible e hipócrita frente a los grandes y más obvios problemas, a veces enferma, y por eso es conveniente, casi diría clínicamente recomendable, tomar distancia regularmente, para volver renovado a trabajar sobre sus problemas. Ese era mi plan “A”, no había plan “B”.

Para mi sorpresa, resultó que llegué a una playa a donde había concurrido, además de mi familia, otro millón de compatriotas (sic).

Inimaginable, incalculable, sin precedentes y sin plan “B”. Allí estaban todos, tan cerca y encimados (literalmente) como argentinos en sus costumbres. Repentinamente, la playa extranjera, mi lugar de escape, se había transformado en una suerte de colonia de verano local, con remeras del club de fútbol de tal provincia, música de tal cantante cumbiero, tatuajes de Lionel Messi o de algún otro ídolo barrial, “ches” y “boludos” por doquier, comprando todo lo que se movía, comiendo y bebiendo con furia, con hábitos reconocidos y un lenguaje común. Una verdadera colonización, una conquista de facto.

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Frente a este escenario novedoso, si bien el plan “A” (reflexionar y contemplar) no se modificó, mi objeto de reflexión sí lo hizo. Ya no podía mirar las olas, no las veía pues tenía ante mis ojos y sobre mis pies (¡!), además de mil sillas, sombrillas, gazebos y carpas, el espectáculo sociocultural de la forma en la cual los argentinos usamos el espacio público. ¡Un banquete para Garrett Hardin y su tragedia de los comunes! Una radiografía de manual, tristemente. De todo lo observado, guardo tres momentos sintomáticos, muy ricos en matices, muy aleccionadores, relevantes para un educador: la llegada a la playa, la convivencia (la polis on the spot) y la retirada.

La llegada a la playa resultaba una suerte de conquista cotidiana, literalmente. A media que la gente desembarcaba en la arena (Normandía, un poroto) y la congestión se empezaba a hacer palpable, la disputa por la vista al mar y el sol se hacía con más fricción. Sin llegar a los empujones, claro, pero sin consideración alguna con quienes habían establecido su base de operaciones playera a las 10 AM, cuando los recién llegados siquiera se había despertado. Ningún criterio ni norma no escrita era válida: llegues a la hora que sea, si te animabas a clavar la sombrilla en donde quieras y te aguantabas las miradas y los reclamos de los inmediatamente afectados, ¡habías ganado la batalla de ese día!

Luego, sobrevenía la convivencia. Tensa, ruidosa, intimidante, sin espacios vacíos, con fronteras siempre en disputa, con bolsos amontonados y pareos bloqueando los corredores hacia el mar, parlantes de música gritando notas, pelotas de todo tamaño en permanente movimiento y en cualquier dirección, vendedores de choclos, helados, bebidas, bikinis, juegos de playa y churros haciendo la temporada, y perros haciendo caca. ¡Ni siquiera los canes tapaban sus excrementos con las patas! Relajarse significaba dar ventajas y la distracción se pagaba con menos sol. Y si la marea asomaba un poco, a todos nos invadía ese deseo mordaz de ver cómo la primera línea de ocupantes de ese espacio debía reagruparse al fondo de la fila, con sus atuendos empapados.

Finalmente, la retirada de la estampida permitía echar luz sobre un verdadero campo de batalla, con cadáveres de botellas, vasos de plástico, latas vacías, papeles, algunas ojotas sueltas, sombrillas descartadas, tablas de morey partidas al medio, y tachos de basura desbordados de basura, moscas y abejas. La playa, fatigada y fastidiada, con ganas de gritar ¡basta por hoy!

Me cuesta poco relacionar esta forma peculiar que tenemos los argentinos de utilizar el espacio público con uno de los graves problemas educativos que posee nuestro país. Suelo sostener que dos de los grandes problemas que tiene la educación en nuestro país son externos al propio sistema educativo. Uno está vinculado con nuestra ideología, y el otro está relacionado con nuestra cultura. Este espectáculo que observé repetidamente, día tras día, es una radiografía perfecta de nuestra cultura, en particular de aquella vinculada al respeto: por el otro, por lo público, por los bienes comunes, por la convivencia armoniosa. Entre esos gazebos en primera fila bloqueando la hermosa vista al mar y las marchas que bloquean el tránsito en el microcentro porteño un día de semana, un paso. Entre esos parlantes a todo volumen y los camiones de reparto que paran en doble fila a media mañana, un paso. Entre los papeles, las latas y las heces abandonadas sin miramientos y los grafitis en el Cabildo, un paso.

Muchas veces pensamos (o al menos argumentamos) que la educación de un país se cambia modificando un diseño curricular. En parte es cierto.

Pero también es cierto que la cultura reinante condiciona toda reforma educativa posible. No podemos exigir escuelas sin violencia dentro de una sociedad violenta. Debemos modificar nuestra cultura si aspiramos a mejorar los hábitos que alojan las instituciones educativas en donde nuestros hijos aprenden. Conquistar el territorio público es animarnos a modificar nuestros hábitos colectivos de convivencia, y no es tarea exclusiva de pedagogos ni de expertos en currícula escolar, sino tarea de todos los argentinos, incluidos los cientos de miles que visitan playas ajenas cada verano. ¡Volví!

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