La suerte de Brasil nunca está echada. La de Luiz Inácio Lula da Silva tampoco. En principio, no podrá ser candidato presidencial, pero promete gastar la última bala en el Tribunal Supremo, el peldaño judicial más alto del país. Tres jueces de Porto Alegre convalidaron y aumentaron en segunda instancia la condena a prisión que le dictó el juez federal Sergio Moro. La primera en la historia contra un ex presidente por cargos de corrupción y de lavado de dinero. ¿Las elecciones sin Lula son un fraude, como martilla el Partido de los Trabajadores (PT)? ¿O las elecciones sin Lula, sueño del presidente Michel Temer, son otro capítulo de la novela Lava Jato?
El capítulo de las presidenciales va sin un favorito, excepto que el candidato ultraderechista Jair Bolsonaro capitalice la intención de voto que recoge en los sondeos. Bolsonaro expresa el fastidio y el miedo de los brasileños. El fastidio con los políticos y el miedo frente al alza de la criminalidad. Su discurso de odio contra las feministas y los artistas, así como su apología de la tortura y de la homofobia, echa sal en la herida de un país sacudido por la crisis y la corrupción. Los brasileños empiezan a salir de la depresión económica, pero deploran la gestión de Temer, sucesor de Dilma Rousseff.
Su partido, el del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB), cuenta con el 14% de los escaños en Diputados y con el 22% en el Senado. El PMDB, preso del llamado presidencialismo de coalición, sólo presentó candidatos en las presidenciales de 1989 y de 1994. En ambas perdió por escándalo. Desde entonces pasó a ser ladero del poder de turno. La remoción de Rousseff llevó al PMDB por tercera vez al Gobierno. Había ocurrido en 1985 por la muerte de Tancredo Neves, sucedido por uno de los suyos, José Sarney, y en 1992 por la renuncia de Fernando Collor de Mello antes de ser juzgado por corrupción. Completó el mandato otro de los suyos, Itamar Franco.
De esos matrimonios por conveniencia no escapa el PT, partido de izquierda que tuvo como aliado de coalición al Partido Progresista, el principal sostén de la dictadura militar que manejó los hilos del país entre 1964 y 1985. Un período nefasto que Bolsonaro, diputado y ex militar, reivindicó cuando dedicó su voto a favor de la destitución de Rousseff a uno de sus mayores torturadores, el coronel Carlos Alberto Brilhante Ustra.
La acusación contra Lula por haber recibido como soborno en especie de la constructora OAS un departamento triplex en el balneario paulista de Guarujá, a cambio de garantizarle a la empresa contratos con la petrolera Petrobras, no es más que la punta del iceberg. Uno de los jueces de Porto Alegre, João Pedro Gebran Neto, afirmó que existen “pruebas más allá de lo razonable de que el presidente fue uno de los principales artífices, si no el principal” del sistema de corrupción creado a través de los contratos de Petrobras (petrolão).
Desde la renuncia de Collor de Mello, senador y precandidato presidencial, el fantasma de la corrupción acecha a Brasil. Dos de los tres jefes de ministros del primer gobierno del PT en la historia debieron alejarse por sospechas de corrupción.
Cuando Rousseff asumió la presidencia, adoptó la línea trazada por Lula: la corrupción podía rozarla, no salpicarla. En sus primeros seis meses de gobierno despidió a dos miembros de su gabinete heredados del gobierno anterior: el jefe de la Casa Civil, Antonio Palocci, y el ministro de Transportes, Alfredo Nascimento. Varios funcionarios de esa cartera habían sido desplazados a raíz de denuncias de fraudes y de desvíos de fondos. La prensa brasileña solía echarle la culpa de esos pésimos hábitos a “la herencia maldita”. La de Lula, ahora supuesta “víctima de una venganza por sacar a tanta gente de la pobreza”.
En medio del fuego cruzado entre la política y la justicia, seis de cada diez brasileños viven en territorios controlados por facciones criminales, según el instituto Datafolha. El país bate el récord de asesinatos: siete por hora. Los partidarios de la venta libre de armas han crecido del 30% al 43% desde 2013. El 57%o de los brasileños, sobre todo jóvenes de 25 a 34 años, apoya la pena de muerte.
Esas cifras explican en parte el éxito de Bolsonaro, avivado con los ataques contra sus pares del Congreso. De los 513 diputados federales, 195 enfrentan causas judiciales. De los que votaron a favor de la destitución de Rousseff, el 58% atraviesa circunstancias similares. Temer salió airoso en el Congreso de la posibilidad de ser suspendido por los delitos de obstrucción de la justicia y de asociación ilícita. Por primera vez en la historia, la Procuraduría General presentó denuncias penales contra un presidente en ejercicio. No una, sino dos veces. Zafó, acaso gracias al presidencialismo de coalición, no exento de complicidad.