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Por Rafael Bielsa - Abogado, ex canciller y escritor
Mi madre era profesora de Historia. Hablar de esos temas, por consiguiente, fue tan frecuente en mi infancia como las manzanas y la sopa.
Igual que a todo niño, me gustaban las palabras agudas, la intensidad de la voz en la última sílaba (café, rubí, Tucumán), como también me gustaban los juegos de guerra y la historia de Pedro Bustamante, el Tambor de Tucumán.
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Mi madre decía que a los 19 años ya era un soldado veterano, que se había retirado después de Caseros, y que había muerto nonagenario y pobre, a las afueras de Santa Fe, en mi provincia natal.
De las versiones que nos había contado a mis hermanos y a mí sobre el origen de la palabra Tucumán, yo prefería la que hablaba de la respuesta que el inca había dado a los codiciosos emisarios españoles, interesados por averiguar si había oro: “tuca”, o sea “todo” y “mana”, o sea “no hay”: “nada de todo”. Irónico el inca, pícaro y valiente.
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La otra, la del Padre Lozano, que afirmaba que el nombre Tucumán se tomó de un poderoso cacique del Valle Calchaquí, Tucma, me parecía plana, burocrática y sin épica.
Siempre he recordado esa anécdota infantil al escuchar la bellísima zamba “Si llega a ser tucumana”, de Pérez y el “Cuchi” Leguizamón: “… Ahógate en el agua bendita / Que ya ni el diablo te salva”.
A lo largo de mi vida, ni el diablo me salvó. Y eso que me ahogué en agua bendita siempre que pude.
Pero algún ángel protegió mi memoria: todavía resuena “Tucumán” junto a la voz de mi madre, un tambor ardiente, invicto y promisorio, como las manzanas y la sopa, como rubí y café, como son las cosas en la infancia.