Los mismos líderes independentistas que pusieron a Cataluña y España al borde del abismo hace solo dos meses repitieron el jueves su mayoría absoluta en las elecciones convocadas para abrir un nuevo capítulo en la región. ¿Cómo se explica esa victoria reincidente?
Difícilmente por la herencia que dejó el traumático “procès” impulsado por Carles Puigdemont. El plan del destituido jefe del Gobierno catalán, gran candidato a presidir un nuevo “Govern” tras las elecciones, dejó un costoso balance social, político y económico en la rica región del noreste de España.
Más de 3.000 empresas abandonaron Cataluña desde el referéndum del 1 de octubre debido a la incertidumbre en la región. El consumo y el turismo cayeron y la sociedad catalana quedó rota.
Cataluña se convirtió en la primera región que vio intervenida su autonomía por el Gobierno en Madrid después de que el Parlamento en Barcelona aprobara crear una república el 27 de octubre. República que no contó con respaldo internacional y que ni siquiera defendió el propio Puigdemont, huido dos días después a Bruselas.
Los propios independentistas reconocieron el fracaso del proceso. “No estábamos preparados para dar continuidad política a lo que hizo el pueblo de Cataluña el 1 de octubre”, admitió en noviembre la ex consejera Clara Ponsatì. Su par Santi Vila tachó de “sinsentido” las leyes aprobadas en septiembre.
Pero mientras buena parte de España interpretaba el fin del proceso y la autocrítica independentista como un fracaso, en Cataluña la atención de muchos votantes, medios y partidos se orientó en otra dirección: la de convertir la respuesta del Estado y de la Justicia en pruebas de su supuesta animadversión contra Cataluña.
“Han logrado un efecto contrario al que buscaban. Gente que no era tan independentista se movilizó”, explicó Anna Erra, candidata de la plataforma JxCAT y alcaldesa de Vic, una de las ciudades con mayor voto soberanista de la región. “Hay un sentimiento de maltrato, impotencia, imposición”.
La intervención de la autonomía catalana, la destitución del “Govern”, la querella por sedición, rebelión y malversación contra sus miembros, la detención de los líderes de las dos principales entidades civiles independentistas permitieron a los soberanistas denunciar la “represión” en lugar de discutir la herencia de su plan.
Los mensajes pidiendo por la libertad de los “presos políticos” inundaron calles, plazas y redes sociales. La apelación a la “democracia” frente a una España “autoritaria” devolvió al independentismo la épica y el poder aglutinante que parecía haber perdido.
“Es una elección entre democracia y 155”, resumió en su inusual campaña desde Bruselas Puigdemont. Marta Rovira, “número dos” de Esquerra Republicana de Catalunya, llegó a asegurar en campaña que el Gobierno había amenazado con “muertos en la calle” si la región seguía adelante con su plan, aunque no aportó pruebas.
El ambiente en los comicios del jueves reflejaba ese discurso. Muchos comentaban más la “represión” que la viabilidad de la “república”. “Tenemos un presidente en el exilio por mantenerse firme. Tenemos presos políticos”, denunciaba un votante que hablaba de “vergüenza”, “salvajada” y “dictadura”.
Lo cierto es que la “mano dura”terminó haciendo un favor al soberanismo y ni siquiera conquistó a los seguidores más indignados del Partido Popular, que premiaron al antiindependentista Ciudadanos: doble fracaso del jefe de gobierno, Mariano Rajoy.