Sergio Ramírez: “Sólo cambian las formas de expresión”

Sergio Ramírez: “Sólo cambian las formas de expresión”

El flamante ganador del Premio Cervantes, el mayor galardón de la literatura en lengua castellana, pasó hace una década por Tucumán y concedió esta entrevista, plenamente vigente, a LA GACETA. Habla sobre los grandes temas de la literatura, las particularidades de las letras latinoamericanas, su relación con la Argentina, la lucha con el lenguaje. En este número reproducimos también un artículo que el propio Ramírez publicó en estas páginas y el comentario de Sara, su última novela

ÍDOLO. Para exorcizar la fascinación infantil con el culturista, el nicaragüense escribió Charles Atlas también muere. ÍDOLO. Para exorcizar la fascinación infantil con el culturista, el nicaragüense escribió Charles Atlas también muere.
26 Noviembre 2017

Por Álvaro José Aurane - Para LA GACETA - Tucumán

Es escritor, ensayista, periodista, abogado. Fue vicepresidente de Nicaragua, su país natal, donde fundó editoriales y movimientos literarios. Donde dirigió revistas y el Consejo Nacional de Educación. Donde fue referente de grupos de intelectuales y de la revolución sandinista. Donde se retiró de la vida política pero no retiró a la política de la letra de sus obras. Donde escribió una veintena de libros, en su mayoría consagrados a hablar de su tierra y de su gente.

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Pero antes, mucho antes de ese camino, mientras unos vivían todavía dentro del sueño de una América Latina europea, y otros la anhelaban típicamente norteamericana, Sergio Ramírez tenía otro anhelo.

“Cuando estalló aquí la crisis de 2001, escribí un artículo en el que contaba que, de chico, yo quise ser argentino. Es que viví una infancia que tiene que ver con una alienación: los bienes culturales más visibles en Nicaragua venían de la Argentina. Las revistas, las historietas, los libros y hasta los manuales escolares. Me acostumbré a ver una bandera que era casi igual a la de mi país. La bandera argentina tenía un sol, en lugar de un escudo de armas que era un triángulo. Y los colores eran un poco más desvaídos que el azul de la bandera de Nicaragua, pero al fin y al cabo era la misma. Y el escudo de armas de Nicaragua tiene un gorro frigio y el escudo de la Argentina también. Entonces, no me sentía extraño. Mi héroe más importante no era Superman, sino el Capitán Marvel, que venía de la Argentina. Cuando aparecía el Capitán Marvel era porque un niño lisiado que se apoyaba en una muleta para vender periódicos en las calles de Buenos Aires se transformaba en él gritando shazam. De allí que, para mí, la palabra canillita nunca fuera extraña”.

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Musas y demonios literarios

Un cuadro de Quinquela Martín mira a Ramírez en el despacho del Rectorado, donde LA GACETA Literaria lo entrevista el 29 de agosto de 2007. Es el Día del Abogado, pero él está celebrando otro Día del Escritor. Tiene muchos desde hace un tiempo. Más de uno por año, de hecho. El de la semana pasada tuvo que ver con la distinción de doctor honoris causa que le dio la Universidad Nacional de Catamarca. Así que es una tarde de miércoles, pero no. La realidad trastoca los conceptos con la que los seres humanos refieren a ella. Y Ramírez sostiene que ahí se anuda la literatura. Porque, advierte, hoy, como hace 2.500 años, se sigue escribiendo sobre los mismos asuntos. “Sobre el amor, la muerte, la locura y el poder”.

“El título de un libro de Horacio Quiroga me marcó mucho durante la adolescencia. Es Cuentos de amor, de locura y de muerte. Yo agrego el poder, que es una forma de locura, al igual que el amor. Y estos son los temas que funcionan como eje de toda literatura desde hace milenios. Lo único que cambia son las formas de expresión literaria. Pero estos temas están siempre allí. Son los mismos. Así que la dificultad de escribir está en el dominio del lenguaje, como instrumento de renovación permanente. Cuando hablamos de amor, locura, muerte y poder, hablamos de los temas sobre los que escribían Homero, Sófocles o Shakespeare. El lenguaje es lo que los hace nuevos a los ojos de los lectores. La literatura es un asunto del lenguaje. Y en la medida en que haya posibilidad de encontrar nuevas formas de expresión literaria, habrá literatura. Y yo siento que la literatura se ha multiplicado en América Latina. Ahora, en lugar de uno o dos escritores en un país, hay 20 o 30. Esto es una selección del público, claro, pero la literatura está ahí”.

Las borrosas fronteras

Ser escritor en América Latina es toda una categoría en sí misma. Una que tiene señas particulares. Absolutamente distintivas. Por supuesto, también en el continente se produce literatura liviana. Light, dirán algunos. Descafeinada, bromea Ramírez, con una metáfora al paso. Pero la liviandad ocurre hasta en las mejores familias. El escritor latinoamericano es, a partir de la definición del nicaragüense, aquel que trabaja en un terreno donde se desdibujan los límites de lo público y de lo privado.

“América Latina es un continente muy apartado del resto en cuanto a sus temas literarios. Y esto ha sido así siempre, en la medida en que la literatura está ligada a la historia pública, a sus hechos, que vienen a ser la historia política. Si uno repara en los primeros temas de la literatura del siglo XX, la novela fundacional, desde Don Segundo Sombra (Ricardo Güiraldes) a Doña Bárbara (Rómulo Gallegos) y hasta La vorágine (José Eustasio Rivera), siempre se aparta de la condición de literatura intimista y sentimental. Incluso Amalia, de José Mármol, o María, de Jorge Isaac, se supone que deberían ser novelas lacrimógenas. Pero tienen un color político que es necesario. La realidad está demasiado cerca, está de por medio. Los hechos políticos, de la historia, están presentes”.

Hoy, agregará, ocurre lo mismo. “Si uno repara en lo que escriben los más jóvenes, se dará cuenta de que estos temas clásicos de la vida pública, como son las dictaduras militares, los enclaves mineros, bananeros y del caucho, o la producción de otras materias primas, están siendo hoy repuestos por la corrupción, el narco-poder, las narco-guerrillas, las migraciones. Son los fenómenos del siglo XXI. Los más jóvenes también se ocupan de los temas de la política. Siempre hay constancia de la historia pública dominando las historias privadas. Y al fin y al cabo, las novelas son sobre las historias privadas, pero que en nuestro caso se encuentran en un escenario permanentemente invasivo”.

Diferente, pero parecido

Que la literatura latinoamericana tenga ese rasgo común tan notorio y notable contrasta con lo distintos que son los latinoamericanos. Sólo hay que cruzar una frontera para advertirlo. “Hay cuestiones de identidades culturales por segmentos sociales en América Latina que nos hacen carecer de una homogeneidad y tener una identidad en la heterogeneidad”, resuelve Ramírez. Se ve, las similitudes y los contrastes son los extremos del ser latinoamericano. Porque ya que aparecen realidades que nos separan, aparecen idearios que nos ligan.

“Me parece que desde los tiempos de Sarmiento, la idea de creerse europeos ha sido fundamental en la formación de la cultura de América Latina. No sólo de creerse europeos culturalmente, sino la idea de que la raza blanca era capaz de enmendar el subdesarrollo: crear riqueza, prosperidad, tecnología. Toda la filosofía decimonónica se fundamentó en la inmigración europea. Y no fue sólo en la Argentina sino en toda América Latina. En Centroamérica había leyes que protegían la inmigración europea: ofrecían tierras gratis y libertad de impuestos. Mientras, se prohibía el ingreso de chinos, japoneses y negros. El ideal civilizador ni siquiera viene a ser mestizo: es directamente europeo. Es lo que encarna el Facundo. Y es lo que tuvo que ver con el liberalismo latinoamericano. Es decir, ni siquiera es una idea que podamos ver como maligna: es una idea de progreso. No es que quisieran hacerle mal a América Latina. No. Querían que hubiera progreso, cegadoras automáticas, ganado de primera calidad. Y para eso, sostenían, debían ser manejados por europeos porque los mestizos lo echaban todo a perder. Esa era la gran idea”.

Esa prehistoria, dice Ramírez, tiene fósiles bien preservados. “Los palacios presidenciales y legislativos de Centroamérica se inspiraron en el más puro Neoclásico, en las ideas arquitectónicas del Segundo Imperio. No estaban jugando: hablaban de verdad. Las casas de los ricos eran de techos victorianos para que resbalara la nieve. No era una importación gratuita sino un sentimiento muy profundo. Y de ahí venimos. La educación enciclopedista, el código napoleónico y nuestra estructura institucional vienen de la idea europea, la cual luego se volvió espuria cuando las elites, en lugar de europeas, quisieron ser norteamericanas. Y entonces ya no importó la tradición sino la dominación”.

Ser y volver a ser

Ramírez vino a la Argentina para presentar Charles Atlas también muere. Un libro de cuentos que escribió en el 76 para exorcizar su fascinación infantil con el hombre que prometía que cualquier adolescente alfeñique de 44 kilos podía convertirse en el hombre mejor desarrollado del mundo. A escala, casi la promesa que le hicieron a América Latina. Y, mientras tanto, revela que trabaja en una novela que pretende terminar a fin de año, que define como una suerte de parodia de las historias de parejas de detectives. La dupla de Ramírez consiste en dos policías pobres de Nicaragua enfrentados con el narcotráfico. Uno es un lisiado de la guerra de guerrillas que ahora es investigador de la Policía. Y su compañero es otro investigador, que es un negro de la costa del Caribe. Porque novelista es otra de las cosas que el nicaragüense ha sido y será. Pero en el diálogo con LA GACETA Literaria no habló de sus pergaminos, sino, por el contrario, de aquello que le gustaría ser. O, más precisamente, de aquello que le gustaría volver a encarnar.

“Pues 24 años es la edad que yo siempre quisiera tener. Es la mejor edad para escribir porque uno es más irresponsable. Después, uno corrige cada vez más. Y escribir se vuelve una lucha cuerpo a cuerpo con el lenguaje. Por no cometer errores. Por dominar la sintaxis, que es tan difícil. Mientras que en la adolescencia, en la primera juventud, la irresponsabilidad lo hace a uno muy feliz”.

© LA GACETA

PERFIL

Sergio Ramírez, ganador del Premio Cervantes 2017 y del Premio Alfaguara de Novela con Margarita, está linda la mar en 1998, nació en Masatepe, Nicaragua, en 1942. Es parte de la generación de escritores latinoamericanos que surgió después del Boom, y tras un largo exilio voluntario en Costa Rica y Alemania abandonó por un tiempo su carrera literaria para incorporarse a la revolución sandinista que derrocó a la dictadura del último Somoza. Fue vicepresidente de su país y luego rompió lanzas con el presidente Daniel Ortega. Reemprendió la escritura con la novela Castigo divino (1988), que obtuvo el Premio Dashiell Hammett en España; y la siguiente, Un baile de máscaras, ganó el Premio Laure Bataillon a la mejor novela extranjera en 1998. Sus últimas novelas son La fugitiva (2011), Flores oscuras (2013) y Sara (2015). También Alfaguara ha publicado sus memorias de la revolución, Adiós muchachos (1999). Es miembro del Foro Iberoamericano, junto con Felipe González, Fernando Henrique Cardoso y Ricardo Lagos, entre otros.

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