Susana Consolani no puede dejar de sonreír mientras se pone en puntas de pie y levanta la cabeza para pispear. Está a unos 20 metros del altar que se armó en la cancha de Atlético. Y observa, atenta, paso a paso la ordenación de Carlos Sánchez como el nuevo arzobispo de Tucumán. “Para mí sigue siendo mi chiquito”, dice ella, que era la maestra de religión en la escuela primaria a la que iba Sánchez, en Villa Luján. Él, con solo nueve años, le confesó que quería ser sacerdote. “Y yo le creí; estaba muy decidido”, recuerda la seño, de 68 años recién cumplidos.
No puede creer que está ahí, viendo en vivo y en directo a su “pichón” convertirse en la máxima autoridad de la Arquidiócesis tucumana.
Ella tenía 17 años cuando empezó a enseñar religión en la escuela ubicada al lado de la parroquia de Villa Luján. “Carlitos fue alumno mío desde jardín de infantes hasta los 10 años”, especifica la docente de religión y de ciencias naturales.
Le parece que fue ayer ese día en que el padre Sánchez cursaba cuarto grado y, luego de una clase sobre los sacramentos, él se acercó despacito y le contó: “seño, yo quiero ser sacerdote”. “No se lo dije, pero yo ya me lo veía venir. Tenía como un halo de santidad que lo rodeaba. Su familia era muy religiosa. Hablé con el párroco de la iglesia, el padre José Arbó, y luego les dijimos a los padres. Así fue como a los 10 años entró en el Seminario Menor”, relata.
Lo describe como un alumno muy cumplido y estudioso. “Jamás tuve que reprenderlo. Era muy simpático. Todo el día se estaba riendo, igual que ahora. Era muy campechano, con ese toque angelical. Creo que Dios lo eligió; dijo ‘a este lo quiero para mí’”, expresa. “Siempre, en las misas, era el monaguillo. Salía con las manos juntas. Era un sacerdote en miniatura, impresionaba verlo tan compenetrado en lo que hacía”, añade.
Susana nunca dejó de ver a Carlos. Fue también a la ceremonia de ordenación como sacerdote. “Se me cayeron como 20.000 lágrimas”, describe. Igual le sucedió cuando se enteró que iba a ser el arzobispo de Tucumán. “Yo gritaba de la alegría. Gracias Dios mío por esta bendición para el pueblo tucumano”, exclama.
¿Hay alguna anécdota que le haya quedado grabada de cuando él era niño?”, le preguntamos. Susana piensa un poco. Y larga: “tengo una que lo pinta de cuerpo y alma. Fue en un recreo. Dos compañeritos se estaban peleando y todos miraban. Él decidió intervenir, los separó y habló con cada uno de ellos y logró que se amigaran”. “Ese es Carlitos, un gran conciliador”, expresa.
También recuerda que Sánchez, ya siendo cura, andaba siempre de camisa gris con el primer botón desprendido. “Algunos le decían que se pusiera la “chapita” (clériman) y él contestaba que el hábito no hace al monje”, detalla entre risas.
Mirando los días que vendrán, Susana se siente más que orgullosa de haber acompañado en su infancia al padre Carlos. “Lo veo como un allanador de caminos, preocupado siempre por ayudar a los que más lo necesitan. Sin dudas, será un gran arzobispo”, concluye, ya con los ojos vidriosos.