Serios, precisos, responsables, rigurosos, imprescindibles... de acuerdo. Pero, ¿divertidísimos? ¿Alguna vez se te ocurrió ese adjetivo para describir un científico? Imaginen cuatro a los que el calificativo les quepa, y que cuenten, juntos y mientras circulan dos mates, lo que investigan para tratar de encontrar soluciones biológicas a grandes problemas de contaminación. El precio que hubo que pagar por esta maravillosa “diversión” científica fue la superposición de voces, y se paga sin dudar: la creación colectiva desde las diferencias es algo digno de ser imitado y reproducido.
Quién es quien
José Dávila Costa es biotecnólogo y Pablo Fernández, bioquímico; Hipólito Pajot es genetista, y Analía Álvarez, bióloga. “¡Somos un buen muestrario!”, exclama alguien, y los demás ríen. Circulan los mates en sentidos contrarios mientras se recobra la serenidad (seriedad, lo que se dice seriedad, se recobra un par de veces, cuando los temas rozan el área de las políticas y se ponen sensibles).
Así se presentaron:
José: “trabajo con actinobacterias, seres que tienen un gran potencial biotecnológico. Quizás el más conocido sea producir antibióticos, pero cumplen muchas otras funciones”. Así arranca. El objetivo de “sus” bacterias es eliminar plaguicidas, que lamentablemente hoy están casi en cualquier parte (“hasta en la leche materna se han encontrado”, cuenta). “Los plaguicidas son compuestos orgánicos de moléculas grandes. Lo que hacen las bacterias es ‘romperlas’ y hacerlas así menos tóxicas. Y lo que estamos buscando es saber cómo hacen, para optimizar ese proceso por medio de ingeniería genética”, dice y alcanza un mate.
Pablo: “trabajo tratando de remediar la presencia de metales pesados en agua y en suelos. Son muchos, quizás los más conocidos sean el cobre, el cromo, el arsénico... Son derivados no deseables de la minería o de la metalurgia; también aparecen como mordientes para colorantes en partes de ciertos procesos industriales”, describe y cuenta que sus armas de remediación son levaduras y hongos. “Los llevan a cambiar de estado de oxidación, y eso los hace menos tóxicos”, explica.
Hipólito: “también con hongos y levaduras, pero con colorantes en efluentes líquidos industriales; especialmente textiles y azucareros”, cuenta. Lo suyo se llama biodecoloración y no sólo es crucial para eliminar derivados tóxicos (que los hay, y muchos) sino para devolverle al agua su transparencia. “Si no pasa luz, es imposible la fotosíntesis y se mueren las especies vegetales”, explica
Analía: “yo investigo plantas en asociación con bacterias que tienen la capacidad de vivir en sitios contaminados con pesticidas y metales pesados, y sus potencialidades para limpiarlos. Lo que hago se llama fitorremediación”, explica y cuenta que, entre otras pruebas, está trabajando con muestras de suelo de un lugar de Santiago del Estero llamado La Argentina, donde en 2001 “alguien” (nunca se supo quién) enterró 30 toneladas de pesticidas.
“Si bien hubo un gran operativo y el lugar ‘se limpió’, en 2015 hemos seguido encontrando niveles muy altos de toxicidad. El desafío es eliminar los tóxicos del suelo y de las napas de agua subterránea, que los transporta a mucha distancia. Lo que estamos haciendo, en modelos piloto, es utilizar plantas como ‘aspiradoras’ de tóxicos. ¡Pero luego hay que sacarlas del terreno y reemplazarlas! Una buena solución sería usar plantas madereras, por ejemplo; limpiarían el lugar y se aprovecharía luego la madera en la construcción, para muebles...”, describe mientas devuelve el mate.
Realidad y modelos
Una consulta interrumpe las voces solistas, y entre todos ayudan a aterrizar la ciencia en la “vida real”. “Cada uno de los proyectos se concentra en un tipo de contaminante, pero lo que realmente ocurre se conoce como cocontaminación; lo que encontramos allí es un consorcio microbiano... Hay un montón de microorganismos, a veces, también en disputa”, dice alguno. “Igual que en los edificios”, añade otra voz y saltan las risas.
Más mates y de nuevo al tema. “Para poder comparar cómo funcionan las bacterias, tomamos muestras de zonas altamente contaminadas, como el arroyo Maravilla, en Famaillá, y en zonas de la yunga”, se informa
Explican también que casos como el de Santiago del Estero no son frecuentes; “a campo”, lo más frecuente en Tucumán es la contaminación difusa, es decir, en concentraciones no tan altas, pero más desparramada. “Y es mucho más difícil de tratar”, se advierte.
Y hay otro tema que preocupa: los resultados que obtienen en laboratorio son muy buenos, pero la escala es pequeña. “La legislación que reclama el cuidado y la remediación del medio ambiente existe. Estamos en condiciones de brindar el servicio. Nuestro mayor problema, hoy por hoy, es que hace falta mucho espacio y una gran inversión por parte de los emisores de contaminantes y del Estado”, dice una voz grave. “Y que los controles sean eficientes”, añade otra... Y el inmenso calibre del desafío queda volando en el aire.