De sudores y lágrimas

De sudores y lágrimas

Casos de imágenes en los siglos XVIII y XX.

EL CRISTO QUE “LLORABA”. La talla en madera que está desde 1948 en el atrio de la Catedral. EL CRISTO QUE “LLORABA”. La talla en madera que está desde 1948 en el atrio de la Catedral.

El caso de las manchas aparecidas en la imagen de la Virgen de Lourdes de San Pedro de Colalao justifica rescatar una situación -en cierto modo comparable- acaecida en Monteros en la segunda década del siglo XVIII. Insertada en las actas del Cabildo, una carta del gobernador de Tucumán, Alejandro de Urízar y Arespacochaga, del 10 de junio de 1719, informaba que su lugarteniente Urbano de Medina y Arze le había comunicado la noticia de cierto extraño suceso.

Se trataba de “una imagen de Nuestra Señora del Rosario que se hallaba en el pago de Monteros, en un rancho, por haberse arruinado su capilla hará tres o cuatro años”. La descubrieron “unas pobres mujeres”, cuya devoción las llevó a “ponerle una lámpara y rogar a Nuestra Soberana Reina que favoreciese a los soldados que iban a campaña”. Ocurrió que, decía el gobernador, la imagen “empezó a sudar de tal modo que, dando cuenta aquellas pobres, se abarrotó la ciudad y su jurisdicción”. Procedieron a dar parte del asunto a un sacerdote, el doctor Diego de Alderete, “que se hallaba en ella de visitador”. La imagen siguió “transpirando”, a pesar de que la sacaron del rancho. El suceso movilizó rogativas por largo tiempo, ya que el público pensaba que se trataba de un “milagro”.

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Dos centurias después, ya al promediar el siglo XX, sucedió algo parecido con la imagen del Cristo Crucificado que, en 1948, donó a la Catedral de Tucumán la Congregación de las Hijas de María y Santa Filomena. La soberbia talla, realizada con “madera de nuestros bosques”, se colocó en un nicho a la derecha del atrio. Sucedió que, al poco tiempo, el rostro del Cristo apareció empapado por un líquido que la gente, de inmediato, juzgó que eran “lágrimas”. Esto congregó multitudes en torno al “Cristo que llora”, aunque se comprobó que las “lágrimas” eran, simplemente, “la efluencia del aceite que lubricaba la madera”.

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