Clivaje. Esta palabra de la geología, que designa la propiedad de ciertos minerales para dividirse simétricamente ante una acción mecánica (la piedra laja, ante el golpe de cincel se separa siguiendo la línea de la veta donde se produjo el impacto), ha sido apropiada por la sociología y por la ciencia política para metaforizar sobre la manera en que los votantes, justamente, se dividen. Clivaje, que aún no es admitida por la Real Academia Española, viene del inglés y equivale a disociación, escisión, fisura, segmentación. En argentino, sería fractura. En tucumano, una divisoria de aguas que pone a los votantes de un lado o del otro con respecto a las cuestiones políticas; o, como en este momento, con respecto a las opciones electorales. Esa palabra, que no existe oficialmente en nuestra lengua, es una de las claves para ganar comicios. O, por supuesto, para perderlos.
Ahora que la campaña electoral acaba de comenzar, reparar en cuáles son los clivajes que están leyendo los principales referentes políticos es un ejercicio útil para observar con cierto grado de racionalidad cómo se plantea la pelea por los votos, cómo evoluciona y cómo concluye. Es obvio que el sufragio tiene una carga emocional poderosa, pero buena parte de esa emocionalidad se construye. De lo contrario, si todas las lecturas que se obtendrán de las elecciones consisten en que las clases altas son oligarcas, en que las clases medias son traidoras y en que las clases bajas son masoquistas, la democracia seguirá transcurriendo sin que sus integrantes aprendan de ella.
Supervivencia
Advertir cuáles son las divisorias de aguas a las que están prestándole atención los líderes políticos es, también, aproximarse a las respuestas posibles que caben a un interrogante central: qué está en juego en la votación de octubre.
A los efectos objetivos, el macrismo pone en juego en Diputados 41 de sus 87 bancas (47%); el kirchnerismo, 32 de sus 72 escaños (44%); y el massismo, 20 de sus 32 lugares (54%). Unos ganarán y otros perderán, pero el resultado no redundará en que el Gobierno o la oposición segmentada pierdan o ganen el quórum propio: ninguno lo posee.
A los efectos políticos, se arriesga mucha supervivencia. Si Cambiemos no sale bien parado, las chances de reelección de Mauricio Macri en 2019 serán no nulas, pero sí remotas; con la consecuente pérdida de poder. Si el kirchnerismo no queda bien plantado, habrá demostrado que era un “partido de poder”, que al haber perdido el manejo del Estado ha comprometido su existencia. El massismo se juega por una u otra certeza: era sólo un fenómeno coyuntural o es una fuerza emergente que se consolida. El randazzismo, por un lado, y la izquierda en unidad, por otro, se juegan la posibilidad emerger hacia la obtención de cuotas de poder ostensibles.
Pero para los ciudadanos, ¿qué está en juego en estos comicios?
Afuera
Las fuerzas políticas en pugna van a pararse durante la campaña sobre determinadas fracturas, en la búsqueda de la más sustancial de todas las divisorias de aguas. Lo harán a fuerza de encuestas, por supuesto, pero también de olfato político: hay clivajes que los sociólogos y los politólogos no logran determinar. En las urnas, se conocerá -entre otras cuestiones- cuál era el quiebre sustancial.
La erudita María Esperanza Casullo pasó por Tucumán para dictar un generoso seminario sobre partidos políticos (en el posgrado en Ciencia Política de la Facultad de Derecho de la UNT) e ilustró sobre la trascendencia de los clivajes en breve la historia democrática argentina.
En 1983, el radicalismo advirtió que la fractura que verdaderamente dividía en dos a la sociedad en ese momento era “democracia / dictadura”. Raúl Alfonsín, por tanto, hizo su campaña bajo el signo del Preámbulo: no convocaba a los votantes en tanto radicales o peronistas, sino como ciudadanos que se reconocían en la vigencia de la Constitución. El resultado: por primera vez desde el surgimiento del peronismo, la UCR vencía al PJ, en elecciones sin proscripciones.
En 2003, tras la tragedia económica, social e institucional de la fracasadísima Alianza (y cuando los argentinos cantaban “que se vayan todos” incluso bajo la ducha), Néstor Kirchner logró llegar al balotaje apelando al clivaje “centro / periferia”. Él, aunque gobernador, se presentaba no como un político (se encargó como pocos de demonizarlos) sino como un “pingüino que viene del sur”.
Curiosamente, Jorge Bergoglio apeló a esa misma divisoria de aguas cuando lo consagraron Papa en 2013: se presentó como el obispo de Roma que habían ido a buscar “al fin del mundo”. Planteó entonces que había una Iglesia rica, en el centro del poder, distinta que la que él representaba, y que predicaba en las “afueras”. Y pasó a llamarse Francisco.
Sergio Massa, en 2013, evitó una polarización entre el kirchnerismo y UNEN (la UCR y el socialista Frente Amplio Progresista) al plantear que había que ponerle un freno a Cristina, pero con identidad peronista. Pero esa fisura no le funcionó tan bien en 2015. El macrismo leyó ese año que el clivaje central era “kirchnerismo / antikirchnerismo” (hasta el punto de rechazar un acuerdo con Massa porque él tenía pasado “K”) y se quedó con la Presidencia.
Hoy, la veta donde golpea el macrismo es “pasado malo o futuro bueno”. Cristina elige la división “buen gobierno / mal gobierno”. Y ambos disparan verbalmente contra sus respectivos clivajes. La ex presidenta le dice a su sucesor que ella es el buen pasado y que él es el mal futuro. El mandatario, a su vez, le contesta que ella encarna el mal gobierno.
Massa y el ex ministro kirchnerista Florencio Randazzo se presentan por separado pero parándose sobre la misma fractura: la renovación. En todo caso, Randazzo lo hace poniendo el acento en la identidad peronista, mientras que Massa lo hace desde un armado pluralista: va desde el radicalismo (con Margarita Stolbizer) hasta Libres del Sur (rompieron en provincia de Buenos Aires, aunque mantienen el acuerdo en Capital Federal). Pero uno y otro coinciden en plantear que el macrismo debe terminar en 2019 y que Cristina “ya pasó”.
La izquierda va por otro camino: el del partido programático. Fiel a su estructura ideológica objetiva, plantea que, más allá de los nombres, hay una plataforma electoral por respetar, traducida en una serie de reivindicaciones. Su clivaje es de clase: “propietario / trabajador”.
Adentro
En Tucumán, el arranque de la campaña también permite individualizar clivajes. El oficialismo local habla de “mal gobierno / buen gobierno”. El gobernador Juan Manzur diariamente critica la inflación, cuestiona el ajuste, reclama obras y asegura que la Nación le dio la espalda en su reclamo de ayuda para los inundados del sur. El vicegobernador Osvaldo Jaldo (su postulación confirmó la hipótesis aquí avisada el 14 de abril) llama a votar contra las políticas del macrismo.
Cambiemos, para Tucumán, sigue la postura del oficialismo nacional y plantea “pasado malo / futuro bueno”. Lo subrayó el jefe de Gabinete, Marcos Peña, en la entrevista que dio esta semana a LA GACETA. Planteó que no habría inundaciones cíclicas si los gobiernos provinciales hubieran hecho las obras. Rechazó las críticas contra el Plan Belgrano al plantear que los cuestionamientos por lo hecho en 18 meses vienen del peronismo que nada hizo por el Norte en 30 años. Y, en materia de candidaturas testimoniales, dobló la apuesta: los funcionarios que son candidatos no pedirán licencia: directamente renunciarán.
Lo novedoso es que José Cano, si bien no deja de recordar estas cuestiones, pone el acento en otra ruptura. El líder radical hace hincapié, durante la largada proselitista, en la denuncia de los “gastos sociales” ($ 600 millones en el año de los últimos comicios, $ 200 millones de los cuales fueron retirados del banco oficial en valijas); y en las maniobras fraudulentas que viciaron los comicios de agosto de 2015, declarados nulos por la Cámara en lo Contencioso Administrativo.
Es decir, el titular del Plan Belgrano, hasta aquí, apela a un clivaje provincial por encima del que propone la Nación. Cano se para sobre la fractura “corrupción / anticorrupción”. Dicho a la usanza local, Jaldo nacionaliza la campaña; Cano la provincializa. Toda una apuesta.
Habrá que ver, conforme avance la campaña, si estas serán las fisuras sobre las que se mantendrán los candidatos. Habrá que recordar, también, que aún está pendiente en la Corte Suprema de la Nación la apelación de Cano contra el fallo del superior tribunal tucumano, que validó los comicios de hace dos años.
El escenario provincial se completa con FR, que baraja poner un pie en la fractura “centro / periferia”, para reclamar un voto provincial y hacer foco en el reclamo de políticas duras contra la inseguridad. Es decir, su otro pie se apoyará en una escisión marcadamente tucumana: “seguridad / garantismo”.
Cadenas
¿Cuál de estos clivajes es “la clave”? Casullo explicó que estas divisorias de aguas sirven para construir cadenas de significación. Es decir, para generar representación. El mejor ejemplo, brindado por la politóloga, es el acto de Cristina para lanzar el frente Unidad Ciudadana. Al escenario montado en el estadio de Arsenal subieron científicos del Conicet que se quedaron sin becas, docentes bonaerenses que aún siguen en paritarias, cooperativistas desempleados, comerciantes que cerraron sus negocios este año, familiares de discapacitados a los que les quitaron la pensión, dirigentes de derechos humanos que repudian la aplicación del “2x1” a condenados por delitos de lesa humanidad, jubilados que ven resentidos los servicios del PAMI…
Es decir, la ex presidenta mostró con personas de carne y hueso cuál es su cadena de representación: una “cadena del daño”, definió Casullo. Por supuesto, el macrismo también construirá la suya, para mostrar quiénes fueron los perjudicados durante el kirchnerismo. Y las restantes fuerzas harán lo propio, con respecto a Cambiemos y al extinto Frente para la Victoria. “El que construya la cadena de significaciones más larga ganará los comicios”, define Casullo.
La construcción de representación es clave porque ninguna fuerza política tiene hoy la mitad más uno de los votos. Ni siquiera las dos con mayor representación parlamentaria. Cada cual tiene núcleos duros de votantes que son irreductibles. Los kirchneristas votarán a Cristina aunque ella pase a vestirse sólo con ropa de Awada; y los macristas sufragarán por Macri aunque salude con los dos dedos en “V”. Pero no les alcanza con esos electores. A los que no se han volcado por uno ni por otro sólo podrán encadenarlos con representación. Y es oportuno tener en cuenta esa dinámica para que, cuando se conozcan los resultados del escrutinio definitivo, no se caiga en reduccionismos del estilo “la culpa es de los pobres” o “a los argentinos les encanta que los tengan zumbando”.
Matrices
Eso sí: si macristas y kirchneristas polarizan los comicios, habrá un claro ganador con independencia de quién saque más votos que el otro. Porque, como diagnosticó Casullo, unos y otros usan una misma matriz para presentar los hechos de la realidad argentina. Mientras que la matriz de la izquierda es objetiva (para el marxismo, todo pasa por estructuras y superestructuras), al igual que la del liberalismo (el mercado tiene sus propias reglas), para el macrismo y el kirchnerismo todo es subjetivo. Dice Cristina que el pueblo argentino fue traicionado por Macri, cuyas políticas neoliberales lo han dañado, así que debe reivindicarse: ella sabe cómo hacerlo. Dice Macri que el pueblo argentino fue traicionado por los Kirchner, cuya corrupción lo ha dañado, así que debe reivindicarse: él sabe cómo hacerlo.
Esa matriz es la del populismo. En todo caso, el populismo kirchnerista es clientelar, mientras que el populismo macrista no lo es. Pero los dos apelan a estrategias populistas para construir sus cadenas de significación. O, en todo caso, si uno y otro dominan la escena electoral, habrá reparar que “populismo / no populismo” no habrá sido, esta vez, un clivaje sustancial para la mayoría.