Los argentinos tenemos dificultades para ponernos de acuerdo incluso en aquellas cuestiones en las que ya estamos de acuerdo. El reciente episodio de la aplicación del 2 por 1 a un condenado por crímenes de lesa humanidad dejó al descubierto esta peculiar característica nacional. Independientemente de las justificaciones jurídicas del caso, el reñido 3 a 2 con que la Corte Suprema votó a favor pareció dividir las aguas de una sociedad que, no obstante, está reunida en una única vereda.
Los principales actores políticos y sociales de la Argentina parecen coincidir, en efecto, en estar a favor de la política de derechos humanos iniciada por Raúl Alfonsín con el Nunca Más y el juicio a las juntas militares. Es cierto que luego, al final de su mandato, se experimentó un primer retroceso con las leyes de Obediencia Debida y Punto Final. Luego, ya con Carlos Menem en la presidencia, se retrocedió unos cuantos casilleros de golpe como consecuencia de los indultos. Con la llegada de Néstor Kirchner, finalmente, se revirtió esa situación. En buena medida, precisamente, debido al amplísimo consenso social alrededor de este tema.
En un sentido similar, este caso quitó la modorra parlamentaria. El fallo de la Corte rebotó mal en la sociedad. Y el sistema político reaccionó de manera contundente y especialmente veloz para subsanar el percance: era imprescindible eliminar cualquier atisbo de duda de que en la nueva Argentina queda lugar para la impunidad. Poco se analizó sobre la corrección técnica de lo que el máximo tribunal había determinado: el foco estuvo puesto en reparar un error histórico que lleva años establecido en el Código Penal: los acusados por crímenes de lesa humanidad no pueden recibir el mismo tratamiento que los delitos comunes, en especial cuando se trata de amnistiar o conmutar las penas. Apenas unas horas después de conocida la resolución de la Corte, el Congreso se expidió en tiempo record. Todos los diputados menos uno (el salteño Olmedo) y todos los senadores votaron levantaron su mano para construir un nuevo artilugio legal impida a los condenados por esta clase de crímenes obtener beneficios que acorten su estadía en prisión. Si hasta Eugenio Zaffaroni, eterno impulsor del 2 por 1 y votante a favor en un caso similar ocurrido en 2013, cuando todavía era miembro de la Corte, debió salir a declarar que “tal vez” había cometido un error en aquella oportunidad. La grieta, por un momento, estuvo cerrada.
El sistema político lleva años barriendo y dejando los restos debajo de la alfombra. Es hora de levantarla y ver qué se acumuló debajo. Así, por lo pronto, podremos comprender por qué mucha gente vio en este fallo de la Corte una decisión del gobierno de avanzar hacia la impunidad con los represores, a través de presiones e influencias hacia el máximo tribunal. Los amantes de las conspiraciones estuvieron de parabienes: el propio Mauricio Macri había querido meter por la ventana en la Corte, antes del inicio de las sesiones del Congreso, a Carlos Rosenkrantz y Horacio Rosatti, los dos nuevos miembros y ambos votantes a favor del 2 por 1. Por si eso fuera poco, Elena Highton de Nolasco, el tercer voto que inclinó la balanza, había decidido en contrario en una ocasión anterior. Todas estas teorías son inverosímiles, pero ponen de manifiesto una realidad: la sociedad argentina sufre de una enorme desconfianza en sus instituciones y sospecha de la existencia de intenciones supuestamente ocultas del gobierno. “Macri, vos sos la dictadura”, suele cantarse en los actos partidarios opositores, aunque no exista ni una mínima evidencia que justifique esa afirmación.
El oficialismo, no obstante, reaccionó con más reflejos de lo acostumbrado en los momentos en que asoma una crisis. Mientras Federico Pinedo se ocupó de anunciar el proyecto que luego se votaría a velocidad de la luz, los principales referentes del partido gobernante (Marcos Peña, María Eugenia Vidal) salieron a renegar del fallo. El propio presidente, públicamente, se manifestó en contra del 2 por 1 y redobló la apuesta: aseguró que consideraba que su aplicación era negativa para cualquier tipo de delito y no solo los de lesa humanidad. Pero la semilla de la desconfianza ya estaba plantada.
De hecho, esta característica explica la predisposición al conflicto que existe en la Argentina, ya que surge en buena medida de la desconfianza entre las partes, de la voluntad en pensar lo peor del otro. Una cuestión que va mucho más allá de la temática puntual de los derechos humanos: involucra a todo el espectro político y es la causa por la cual sufrimos de esta impresionante incapacidad para lograr consensos, aún en los temas más elementales o, peor todavía, en aquellos aspectos en los que ya existe una especie de acuerdo. Porque es cierto, según el color político puede haber diferencias en la sociedad sobre si se quiere una economía más o menos abierta, pero, como dijimos, una enorme mayoría camina en la misma dirección en lo relativo a los derechos humanos.
Para poder salir de esta situación, es imprescindible que el sistema político salga de la crisis que arrastra desde hace dos décadas. El esquema bipartidario continúa a la deriva y es necesario que comience a reconfigurarse en lo que dure este mandato, para llegar a las elecciones de 2019 con un eje, una estructura, un ancla que permita alivianar la enorme desconfianza que anida en la sociedad. Ya no sirven las meras candidaturas: esos esfuerzos electorales que no compensan la debilidad del sistema política pero que la maquillan entre votación y votación. Es necesaria la reorganización partidaria para restablecer la confianza en las instituciones. Así lograremos, al menos, expresar rápidamente cuáles son los puntos en los que estamos todos de acuerdo (o casi) y enriquecer el debate en aquellos aspectos en los que preponderan las diferencias. Como expresó el humorista Tute en una viñeta de La Nación hace un tiempo: “Tenemos que tirar todos para el mismo lado. Lo que cuesta es definir para qué lado”.