Mayo se ha presentado cargado de significantes para Tucumán y los signos que hilvanan su rosario de pesares ciudadanos y de dolorosos misterios institucionales.
El mes comenzó signado por el anuncio de que Estados Unidos reabre su mercado al limón tucumano. La medida fue dispuesta por Donald Trump y concreta una negociación que se inició en diciembre pasado con su antecesor, Barack Obama. Ese hecho, el de que un republicano convierte en realidad la iniciativa de un demócrata, exhibe un tipo de antagonismo distinto que el de la Argentina. Uno que puede reducirse a la fórmula “A vs. B”. Las opciones son claramente diferentes, pero no son universos separados e inconexos, sino que son polos opuestos en un mismo plano. De modo que hay cuestiones que los separan, pero otras que comparten. Aunque más no sea, el plano político en el que existen. Y por ello mismo, les es común, también, el hecho de la mutua existencia. De allí que haya políticas de unos que los otros pueden continuar.
La Argentina, prácticamente, no conoce de ese modelo. Si sabe de la continuidad administrativa (cuando no meramente burocrática) de planes y programas. Pero la dicotomía en nuestro país es de otra índole. Es “A vs. No A”.
El siglo
La experiencia del kirchnerismo supuso la exacerbación de ese modelo: quienes no estaban de acuerdo con las medidas oficiales eran, sucesivamente, golpistas, destituyentes, cipayos, gorilas y vendepatrias. Es decir, el escenario era que se estaba con el Gobierno o, de lo contrario, se estaba en su contra y se quería su final: “A vs. No A”.
Hoy, el núcleo duro del electorado macrista adopta posturas similares y reacciona contra las críticas. Los que cuestionan la gestión del Gobierno nacional -aducen- quieren un retorno al populismo. Otra vez: esto, o el fin de esto.
Desgraciadamente, el fenómeno no es nuevo sino que atraviesa el siglo XX. Durante los inicios de la centuria, quienes apoyaban a Hipólito Yrigoyen eran personalistas, y quienes lo objetaban no eran adversarios sino antipersonalistas. Con su destitución en 1930 se inauguran los golpes de Estado militares en la Argentina. Por cierto, también Yrigoyen caía en esa lógica: su aserción acerca de que su programa de gobierno era la mismísima Constitución de la Nación suponía que oponerse a su administración implicaba resistir la Carta Magna.
La UCR, propiamente, ha acuñado un chiste superador al viejo chasco de que “donde hay dos radicales hay una interna”, porque ese modelo es “A vs. B”. La humorada que la reemplaza habla de la única reunión que mantienen esos dos correligionarios para tratar de zanjar la disputa: “¿Qué querés vos?”, pregunta uno. “Yo quiero que vos no seas”, responde el otro. “A vs. No A”.
Con la inauguración del peronismo esa lógica simbólica empeoró. “Ningún argentino de bien puede negar su coincidencia con los principios básicos de nuestra doctrina sin renegar primero de la dignidad de ser argentino”, manifestó en su discurso al Congreso el 1 de mayo de 1950. Si se estaba contra Perón, en definitiva, se estaba contra la Argentina. Ni hablar del discurso más violento de la historia de las presidencias constitucionales del país, el 31 de agosto de 1955, luego del criminal bombardeo a Plaza de Mayo que buscó asesinarlo: “La consigna para todo peronista, esté aislado o dentro de una organización, es contestar a una acción violenta con otra más violenta. Cuando uno de los nuestros caiga, caerán cinco de los de ellos”. Peronistas o no peronistas.
Los golpes de Estado que siguieron (la revolución fusiladora de peronistas de 1955, el onganiato de 1966 y su proceder para destruir Tucumán, y la dictadura genocida de 1976) llevaron la lógica de “A vs. No A” hasta el paroxismo.
Esta semana volvió a verse la vigencia implacable del modelo de antagonismo que supone que la política no es un escenario de alternativas sino una instancia en la cual sólo es posible una opción o su anulación. Y volvió a verse en Tucumán.
El mes
La denuncia que promueve en Buenos Aires el fiscal federal Guillermo Marijuán contra el titular del plan Belgrano, José Cano y otros colaboradores y funcionarios, porque sospecha que se incurrió en defraudación contra la administración pública y en negociaciones incompatibles con la función pública cuando se firmaron convenios de vinculación comercial, ha merecido como respuesta del radical esa lógica, largamente arrastrada desde hace casi una quincena de años. “Detrás de la causa en que la se me pretende involucrar con una supuesta maniobra fraudulenta hay una gigantesca operación política y mediática. El espacio político del que formo parte es la única alternativa que tiene Tucumán para derrotar a los mafiosos que se robaron dineros públicos durante más de una década y que hoy ven peligrar sus privilegios con un cambio que avanza irremediablemente a lo largo y ancho del país”, respondió.
Léase, quienes lo objetan (en este caso, judicialmente) quieren lo peor para Tucumán. Profesan anti-tucumanidad.
El ex gobernador José Alperovich cultivó ese perfil. En 2006, para citar un ejemplo, cuando Esteban Jerez denunció como diputado nacional que las empresas contratadas de manera directa para construir Lomas de Tafía habrían pagado “retornos” a funcionarios del Estado para ser beneficiarias, el ex mandatario estalló. “Que las 9.000 personas que iban a tener trabajo (en Lomas de Tafí) le pidan a Jerez explicaciones; que las 3.000 familias que iban a tener viviendas, le pidan explicaciones a Jerez”.
La semana
La obsesión por proponer la refundación del país y de la provincia, una y otra vez, responde a esta cultura donde nada de lo que se comience a construir puede ser completado, porque el que venga sólo lo anulará. De esa lógica, por cierto, se alimentaron los argumentos para habilitar las relecciones consecutivas: los gobernantes sostienen que necesitan más tiempo para completar sus proyectos porque no avizoran que los sucesores vayan a completar lo que ellos iniciaron.
Pero si el esquema “A vs. No A” merece particular atención es porque el pueblo argentino mostró esta semana cuándo es admisible ese esquema de exclusión absoluta. Las marchas multitudinarias celebradas en las principales plazas del país para rechazar la aplicación del beneficio del 2x1 a los casos de sentenciados por delitos de lesa humanidad pueden interpretarse como la afirmación de esta sociedad, en este momento histórico, de que lo imperdonable no puede recibir perdón.
Ni prescripción.
Ni amnistía.
En un país donde el catolicismo es religión oficial, lo imperdonable escapa a la propia formación moral de la mayoría de los ciudadanos, criados en una fe donde el perdón es fundamental y fundacional. Pero, más aún, lo imperdonable escapa a los propios límites de la razón, tal y como plasmó hace 20 años Jacques Derrida en El siglo y el perdón: “Si sólo se estuviera dispuesto a perdonar lo que parece perdonable, lo que la Iglesia llama el ‘pecado venial’, entonces la idea misma de perdón se desvanecería. Si hay algo a perdonar, sería lo que en lenguaje religioso se llama el pecado mortal, lo peor, el crimen o el daño imperdonable. (…) Vale decir que el perdón debe presentarse como lo imposible mismo. Sólo puede ser posible si es imposible”.
En la entrevista que da cuerpo a ese libro, Derrida citará dos argumentos de un pensador al que admira (y con el que no deja de disentir), Vladimir Jankélévitch, a propósito del Holocausto en el que seis millones de seres humanos que profesaban la fe judía fueron aniquilados por los nazis. Por un lado, advierte que “no se podría hablar de perdonar crímenes contra la humanidad, contra la humanidad del hombre: no contra ‘enemigos’ (políticos, religiosos, ideológicos), sino contra lo que hace del hombre un hombre. Es decir, contra la capacidad misma de perdonar”.
Por otro lado, “menos aún se puede hablar de perdonar en la medida en que los criminales no han pedido perdón”.
La democracia
Lo imperdonable pertenece casi a la categoría de lo monstruoso: no sólo viola las leyes de los hombres, sino también las leyes de la naturaleza misma del hombre. Lo imperdonable no puede ser expiado. Es, esencialmente, irreparable.
En el siglo XX, dice Derrida, no sólo han sido cometidos crímenes monstruosos, sino que esos horrores han sido conocidos, recordados, nombrados y archivados por la conciencia universal. “Esos crímenes a la vez crueles y masivos parecen escapar, o porque se ha buscado hacerlos escapar en su exceso mismo, de la medida de toda justicia humana”.
Frente a lo imperdonable de los delitos de lesa humanidad perpetrados contra los argentinos durante la última dictadura militar, los argentinos salieron de la grieta. Marcharon con un discurso moral, no político. Sin importar a quién votaron en 2015 y a quién votarán en octubre. A plantear que ante el genocidio sólo cabe “A vs. No A”.
Luego, lo imperdonable no puede ser banalizado. No puede cualquier cosa ser elevada a esa categoría, porque si todo es imperdonable, nada lo es. Entonces, la lógica que cabe a lo imperdonable no puede ser aplicada a la dinámica de la política en la democracia argentina.
La movilización del jueves pone en perspectiva esta cuestión: la naturaleza del crimen de lesa humanidad es que todo el gigantesco Estado es puesto al servicio de aniquilar seres humanos. Y sí hay fuerzas de seguridad para proteger a los ciudadanos de los asesinos, pero no hay una fuerza de seguridad que los proteja de las fuerzas de seguridad.
Eso es imperdonable. Ubicarse en polos opuestos de la política no puede ni remotamente ser comparado con ello.
En todo caso, la Argentina que tiene democracia hace tan sólo tres décadas necesita comenzar a establecer prioridades en su moral pública. La corrupción es un delito de lesa democracia y de lesa república porque atenta contra la naturaleza misma del sistema de gobierno y del modo de vida de una sociedad. Ni hablar cuando los aparatos del Estado se sincronizan para concretar el saqueo y dejarlo impune. Por caso, el artículo 36 de la Constitucional Nacional equipara a los autores de estos actos con los infames traidores a la patria: “Atentará asimismo contra el sistema democrático quien incurriere en grave delito doloso contra el Estado que conlleve enriquecimiento”.
Entonces debería haber regímenes especiales para castigar el saqueo por el cual un pueblo paga por dos hospitales y recibe uno; o por una autopista y no recibe ninguna; o paga por obras hídricas y sólo recibe inundaciones. Pero ni aun así, ni con el máximo endurecimiento posible de las penas, ese delito puede ser siquiera comparado con el mal absoluto del exterminio del que piensa distinto o del que cree diferente.
La sociedad ha dicho que sus miembros sí pueden construir unidad frente a lo imperdonable. Frente a aquello que no lo es, ¿su dirigencia seguirá mostrándose incapaz de hacer lo mismo?
No es gratuita la desacreditación de la política. Cuando ella fue abolida y proscripta, siempre llegó la hora de lo peor.