Julio Augusto Picabea - Abogado / Maestrando en Políticas Públicas de la Universidad Austral
Es una constante en la literatura sobre partidos politicos la crisis de representatividad por la que atraviesan dichas instituciones. Observamos en el mundo occidental un agotamiento de las mismas y un surgimiento de “personalismos” que incursionan en lo público. Se pueden citar varios ejemplos para fundamentar esta última afirmación. En el orden nacional nuestro presidente, Mauricio Macri, de corta trayectoria política y más vinculado al sector privado; en los Estados Unidos, Donald Trump, el empresario que desafió al establishment político con un discurso de tinte nacionalista, imponiéndose sobre la candidata del partido demócrata (y con una vasta carrera política), Hillary Clinton; y más recientemente, el “fenómeno Macron” en Francia: un joven banquero de 39 años con poca experiencia en la gestión pública, que acaba de triunfar en la primera vuelta electoral, derrotando a partidos historicos como el republicano y el socialista. Es el candidato de la clase dirigente que está en contra de la clase dirigente. El dato más relevante: llega a la elección sin partido, y se manifiesta “sin ideología”. Aún deberá medirse en el balotaje con la candidata de la derecha, Marine Le Pen.
Es innegable en el mundo occidental la crisis del sistema tradicional de partidos, la cual, en mi opinión, responde a diversos factores: cambios en la demanda electoral, entendida como la variación de preferencias por parte del electorado (cierto hartazgo con la clase dirigente); sociedades con demandas más homogéneas y menos sectorializadas (a diferencia de la sociedad de masas); y la proliferación de personalismos, favorecidos por los medios masivos de comunicación y las redes sociales. Todos estos factores contribuyen a acentuar la crisis de los partidos políticos tradicionales.
Si nos situamos más en el contexto institucional argentino, a los argumentos antes mencionados podríamos agregarles dos: el déficit funcional de los partidos en lo que respecta a la formación dirigencial y a la promoción del debate público. Desde la vuelta a la democracia en 1983 hemos pasado de un sistema bipartidista (PJ–UCR), a un sistema multipartidista, favorecido este último por la configuración de las reglas institucionales que incentivan claramente la fragmentación partidaria. Si bien los partidos políticos en nuestro país necesariamente seguirán vigentes, dado que son las estructuras formales para acceder a un cargo público electivo, es innegable su crisis representativa y funcional en la actualidad. En consonancia, se pueden mencionar datos arrojados por las encuestas de Ipsos–Mora y Araujo, que demuestran claramente el proceso de “despartidización” de la sociedad. En 1984 el 26% de la población encuestada afirmaba estar afiliada a algún partido político; en 2010 ese porcentaje disminuyó al 7%. Por otro lado, en 1984 el 47% de los encuestados decía simpatizar con algún partido político; en 2007 sólo el 15% sostenía lo mismo.
Entiendo que nuestra democracia representativa se encuentra ingresando en una nueva etapa, marcada por liderazgos personalistas, que surgen de sectores ajenos a la política tradicional (outsiders), y vinculados de manera más directa con la sociedad civil. Es un fenómeno que afecta al mundo político occidental. Es la era del pospartidismo. Es el fenómeno Macron.