Arroyo Atahona e Ingas se sumaron al desastre
A las 1.30 de ayer comenzó a subir el agua en la zona de Arroyo Atahona, Sud de Sandovales e Ingas, tres poblados rurales ubicados a cuatro kilómetros al sur de Atahona y a 23 de Simoca. Hasta ese momento estaban entre las pueblos que venían esquivando las inundaciones, pero con el desborde del río Gastona se integraron a la misma lista que Niogasta y La Madrid, las localidades ubicadas a la vera de la ruta 157 que más padecieron las crecidas de los ríos.
Unas 60 familias quedaron aisladas en estas tres comunidades rurales, compuestas por casas dispersas a las que se accede por un camino vecinal que sólo podía transitarse en botes, según pudieron relevar los Bomberos de Bella Vista. El agua trepó hasta el metro de altura en algunas casas y en plena madrugada nadie se animó a salir a la ruta.
Con todos los ojos y las manos puestas en la situación crítica de los inundados de La Madrid y Niogasta, los equipos de rescate y asistencia no llegaron sino hasta el mediodía hasta Arroyo Atahona, Sud de Sandovales e Ingas. Los primeros en llegar fueron los agentes sanitarios del CAPS de Atahona y del Hospital de Simoca, que acudieron tras recibir los llamados desesperados de los pobladores que no podían salir a la 157.
“Todo el mundo está pasando con ayuda y donaciones a La Madrid, pero nadie sabe lo que está pasando acá. Estamos tratando de parar a algunos vehículos para que nos dejen algo así les podemos entregar a la gente cuando salga, porque no tenemos nada”, explicó Patricia Costas, agente sanitaria del CAPS de Atahona. Uno de los agentes de salud fue también el encargado de frenar un camión que llevaba baños químicos hacia La Madrid. “Cuando salga la gente va a necesitar un baño”, justificó.
Los Bomberos Voluntarios de Bella Vista fueron los primeros en internarse en el camino cubierto de agua. Lo hicieron con la agente sanitaria Carina Salazar, también del CAPS de Atahona. Al regresar, ella fue la encargada de dar el parte a sus colegas: las familias estaban bien, les habían alcanzado agua, pero no estaban dispuestas a salir de sus casas. “Temen perder lo poco que tienen. Es el problema de todos los años con ellos. Nosotros lo intentamos, pero no siempre lo logramos”, dijo la agente.
Con el correr de las horas se fueron sumando organizaciones, instituciones públicas y personas independientes que acercaron su colaboración a los pobladores, pero ni uno de ellos salió de sus casas. A la vera de la ruta una enorme olla humeaba un “locrillo” preparado la noche anterior por “Porota” Giménez de Bulacio, la mamá del artista Rodolfo Bulacio (fallecido en 1997). “La gente necesita un plato caliente de comida. En todos lados les están dando sánguches, pero la gente está desesperada por un plato caliente de comida”, señaló la mujer.
Los que se quedan
Miriam y Hugo le pelean al agua: no están dispuestos a dejar su casa
La noche entera ha pasado Miriam Lescano (25 años) a la vera de la ruta 157 con su bebé en brazos. Se llama Yuthiel y tiene tres meses. Toda la familia estaba durmiendo cuando en medio de la madrugada comenzaron a sentir un ruido como si un río estuviera entrando a su casa, y eso es precisamente lo que estaba pasando. Hugo Cerrizuela (28), su marido, rápidamente se dio cuenta de que había crecido el Gastona, tocó el agua que casi llegaba al colchón y rápidamente salieron hasta la ruta con el agua hasta las rodillas. Salieron con ellos su otros dos hijos, Joel (8) y Aitana (3).
“Yo de acá no me puedo mover, acá tengo todo. Los chanchos, los animales... de eso vivimos. Ya va a bajar el agua”, le explicaba Hugo a una agente sanitaria del hospital de Simoca que intentaba en vano convencerlos de que fueran a una de las escuelas donde todavía hay evacuados de La Madrid y de Niogasta, principalmente. Era una lucha: ni Hugo ni Miriam querían retirarse de la ruta para poder cuidar sus pertenencias, y tampoco evalúan la posibilidad de mudarse ante las reiteradas inundaciones. “Otras veces ha entrado el agua, pero no tanto como ahora”, dice el joven padre de los chicos.
Ni ahora ni más adelante se van a ir: ellos están decididos a quedarse en Arroyo Atahona.
“No me gusta ir a la escuela. Ya nos han evacuado años anteriores y todos se están peleando por las cosas. Prefiero quedarme acá, si ni aquí ni allá voy a poder descansar”, dice la mamá mientras amamanta a Yuthiel.
Ni siquiera con el doloroso recuerdo de haber perdido un hijo de un año y medio quieren marcharse. Según Hugo, el nene se enfermó porque el agua de la zona está contaminada y sufrió una infección. Descarga contra el delegado comunal, lo insulta en todos los idiomas, pero de cualquier manera no se va a ir. Ni ahora ni después. Lo que se necesita es que las autoridades hagan lo que tienen que hacer y darle soluciones a la gente, sostiene.
Mientras las agentes sanitarias intentan convencerlos de que se trasladen a la escuela de Simoca (“al menos que vaya la mamá con los nenes y si baja el agua que vuelvan”, le proponen), Joel se ha convertido en el personaje del momento. Él no tiene problemas de meterse con el agua hasta las rodillas para llevarles agua, alimentos, velas, repelente y espirales a los vecinos que, como sus padres, no quieren moverse de sus casas. “Es que acá te roban todo. Ya el año pasado me sacaron la garrafa. Si me llevan los animales ¿cómo me hago de nuevo? No queda otra que esperar que baje el agua, pero de acá no nos vamos”, insiste Hugo.
Los que se van
Raquel Mendoza no da más: cuando baje el agua, se va de arroyo Atahona
“Abandono. Me voy. Ni bien se asiente todo, me voy. Ya estoy cansada. Desde que fallecieron mis padres vivimos inundados todos los años. Ya estoy cansada. Cansada”, repite Raquel Mendoza en un acto de decisión, pero principalmente de autoconvencimiento. No quiere que se le pase el enojo ni el hartazgo que vive todos los años con las inundaciones. Siempre lo mismo. “Cuando baja el agua, aparecen los bichos. Hace un rato maté un viborón ahí”, dice, señalando hacia su patio donde las flores amarillas se han teñido de marrón. “No... esto es cansador. Así vivimos, con todo arriba. Ya estoy cansada, pero cansadísima”.
La casa donde viven Raquel, su marido y Gisella Juárez, su hija de 11 años con síndrome de down, está a 500 metros de la 157 por un camino vecinal que rápidamente quedó intransitable y donde el agua llegaba a la cintura. “A pesar de todo estamos bien, porque los parientes de Simoca fueron los primeros que se acordaron de nosotros y vinieron a primera hora”, contó Raquel. Hasta su casa sólo podía accederse en lanchas o botes. O a nado, o animarse a caminar al tanteo con el agua a la cintura soportando las oleadas del Gastona.
Desde las 1.30 de la madrugada, cuando notaron que el agua comenzaba a subir, supieron que esa noche la pasarían en vela, levantando los muebles para intentar protegerlos de la inundación. De hacerlo todos los años, ya tienen su “rol de inundación” más o menos diagramado: primero, elevar la cocina y la heladera. Después, colocar las sillas debajo de cada una de las patas de las camas para tratar de salvar los colchones. “Mire mi placard, un mueble de toda la vida, con todo adentro, todo arruinado”, repite Raquel, que quiere mostrarle a LA GACETA cada uno de los cuartos de su casa: uno de ellos se usa exclusivamente para arrumbar las pertenencias arruinadas por las inundaciones que los castigan todos los años.
Raquel quiere esperar que baje el agua y está dispuesta a irse. Todavía no sabe bien dónde, pero estima que a Simoca. Esta vez, no quiere que se le pase la bronca cuando pase el agua. “Ahora me quedo a esperar que se asiente un poco todo para cuidar lo poquito que me queda. Además, no me quiero ir a molestar a la casa de mis parientes con la nena que solamente quiere estar conmigo y además no podemos ir con los perros, es mucha molestia”, considera la mujer que, a pesar de la desgracia, conserva la sonrisa y la amabilidad. También Gisella ilumina el día gris con su sonrisa cuando llegan visitas a ver si necesitan algo. “Mucha agua, mucha agua”, repite la nena sentada sobre una pila de cinco sillas plásticas.