Por Irene Benito
02 Abril 2017
LEGADO. A la izquierda, Candelaria González, la madre del soldado. Arriba: el nicho. ¿Está realmente allí el cuerpo de Miguel? la gaceta / fotos de irene benito
En Monteagudo todos sintieron hablar de Miguel Antonio González, pero su biografía todavía no ha sido escrita. “Chala” o “Chalita”, como lo llaman en el pueblo, se murió dejando los rastros justos. Ni siquiera la existencia de un monumento con su nombre en el cementerio puede ser considerada una huella contundente de su vida: el cajón vino cerrado y así fue depositado. El tiempo incrementó las dudas y hasta Candelaria del Carmen González, la madre del soldado, se pregunta si será verdad que volvieron los restos.
La visita al pago de González cae en miércoles 30 de marzo de 2017 y los monteagudenses están pendientes del cielo mientras calculan las capacidades destructivas del río. Y se ve que ha llovido: no tanto como en el sur, pero lo suficiente como para inundar el sendero hacia el cementerio. Dos de las hermanas Castro, Viviana y Cristina, y su perro ayudan espontáneamente a recorrer el camino desdibujado por el agua. El anegamiento termina donde comienza la necrópolis. La puerta está abierta; no hay nadie adentro. Quince metros hacia el fondo yacen el marinero y su historia sin contar. La tumba fue blanca alguna vez: ahora está manchada. Flores de plástico y una Virgen avivan la cabecera terminada en una cruz. Se ve que a González quisieron darle una ubicación céntrica dentro del predio, pero si no hubiese sido por las Castro, habría resultado difícil hallar su última morada. Ninguna placa remite a Malvinas ni a la desgracia del Belgrano, y en los hechos el marinero parece un habitante más del camposanto.
Con las botas puestas
Aunque todo haga pensar que el desinterés se salió con la suya, González no fue olvidado. Una de las calles principales y el complejo deportivo de Monteagudo llevan su nombre. En la única escuela pública cada tanto lo recuerdan con un acto. Y el caso desafía a la Comuna. Al fin y al cabo no hay tantos héroes en esta localidad de 1.000 habitantes o quizá más. Tal vez ahora que la tragedia cumple 35 años levanten un monolito en la plaza. Tal vez.
Ubicado entre Atahona y La Madrid, Monteagudo se distingue en el este por la amabilidad de sus habitantes. El campo hace sentir su presencia por más que no falten ni teléfonos celulares ni motocicletas. El tren se extraña: ¿cómo no echarlo de menos si las vías se quedaron esperándolo? Las casas sencillas pero abiertas, como si hasta allí no hubiesen migrado los fantasmas de la inseguridad ciudadana, alternan con ranchitos más o menos firmes. En uno de ellos vive Candelaria González. La casa no queda propiamente en Monteagudo sino en Sud de Trejo, a cuatro kilómetros de distancia. “A mí me dicen ‘Negrita’”, explica la mamá del soldado. Dice que tiene 73 años y que en algún lugar conserva la bandera que el Ejército le entregó en 1982. “¿Fotos? No, ninguna”, informa con una sonrisa. Su nieto Raúl Antonio la observa.
“A él lo llevó la colimba. No sé si quería ir. La milicia no se lo preguntó. Vino de visita una vez: fue la última. Se lo llevaron con 18 años. Nosotros no sabíamos nada, no sabíamos que había una guerra: si ni siquiera teníamos televisión. Un día nos mandaron a decir que lo habían bombardeado. Los militares después trajeron el cajón, pero no nos dejaron verlo. A mí me dieron dinero, ni mucho ni poco. ¿Cómo era él? Buenito. Jugaba a la pelota en el complejo de Monteagudo. Me imagino que la habrá pasado muy ‘fiero’”, relata la campesina. Luego mira a lo lejos, hacia el monte donde dice que fueron sus animales, y murmura que no sabe cómo la van a sacar si llueve. Ella, por las dudas, tiene las botas de goma puestas.
Preguntas huérfanas
Miguel Antonio González fue el primero de los seis hijos que tuvo su madre. Una de sus hermanas más jóvenes se llama precisamente Malvina. De su padre no se sabe nada. Mejor dicho: se sabe lo que indica el hecho de su anotación con el apellido materno. Criado en lo de una abuela, sólo completó la primaria como casi todos los chicos de ese tiempo. “Era uno más, un muchacho como cualquier otro”, resume Ysaac Dager, de 70 años, parado en una esquina del pueblo.
No es uno más en la lista de los 23 comprovincianos que perecieron entre el frío polar y los torpedos. González es el único que “volvió” a casa: los demás cadáveres quedaron en el océano. “Supuestamente es así”, indica Dager. Enseguida se suma a la conversación Sergio González, quien conoció al protagonista en la escuela pero no son parientes. “‘Chalita’ era muy humilde: un buen chango”, sentencia. ¿Cómo murió ese joven? “No se sabe”, dice casi disculpándose Elisa Albornoz, hermana del soldado.
“Hay varias teorías, pero es seguro que falleció por congelamiento”, agrega en el zaguán de su casa Germán Zelaya, un vecino que hizo las veces de delegado comunal durante la dictadura. “Por supuesto que no tenía ninguna opción: aceptaba el cargo o aceptaba”, acota.
Zelaya comenta que el soldado jugaba en un equipo que él dirigía, y que hace un tiempo rescató una fotografía grupal y se la entregó a los deudos. “Recuerdo la última vez que lo vi: caminaba por la plaza con uniforme de marinero”, describe. Zelaya afirma que asistió al velorio y que para él sí había un hombre en el ataúd: “pero para determinar la identidad habría que hacer un ADN”. Después se le ocurre que es verdad, que casi no se conoce el pasado de uno de los ciudadanos célebres de Monteagudo. “Es más reconocido por la causa que murió que por sí mismo”, reflexiona. Él, por ejemplo, lo nombra cada vez que escribe su domicilio. Zelaya vive en la calle Soldado Miguel Antonio González sin número, lo que no deja de ser algo sólido en medio de tantas preguntas huérfanas que dejó la guerra.
La visita al pago de González cae en miércoles 30 de marzo de 2017 y los monteagudenses están pendientes del cielo mientras calculan las capacidades destructivas del río. Y se ve que ha llovido: no tanto como en el sur, pero lo suficiente como para inundar el sendero hacia el cementerio. Dos de las hermanas Castro, Viviana y Cristina, y su perro ayudan espontáneamente a recorrer el camino desdibujado por el agua. El anegamiento termina donde comienza la necrópolis. La puerta está abierta; no hay nadie adentro. Quince metros hacia el fondo yacen el marinero y su historia sin contar. La tumba fue blanca alguna vez: ahora está manchada. Flores de plástico y una Virgen avivan la cabecera terminada en una cruz. Se ve que a González quisieron darle una ubicación céntrica dentro del predio, pero si no hubiese sido por las Castro, habría resultado difícil hallar su última morada. Ninguna placa remite a Malvinas ni a la desgracia del Belgrano, y en los hechos el marinero parece un habitante más del camposanto.
Con las botas puestas
Aunque todo haga pensar que el desinterés se salió con la suya, González no fue olvidado. Una de las calles principales y el complejo deportivo de Monteagudo llevan su nombre. En la única escuela pública cada tanto lo recuerdan con un acto. Y el caso desafía a la Comuna. Al fin y al cabo no hay tantos héroes en esta localidad de 1.000 habitantes o quizá más. Tal vez ahora que la tragedia cumple 35 años levanten un monolito en la plaza. Tal vez.
Ubicado entre Atahona y La Madrid, Monteagudo se distingue en el este por la amabilidad de sus habitantes. El campo hace sentir su presencia por más que no falten ni teléfonos celulares ni motocicletas. El tren se extraña: ¿cómo no echarlo de menos si las vías se quedaron esperándolo? Las casas sencillas pero abiertas, como si hasta allí no hubiesen migrado los fantasmas de la inseguridad ciudadana, alternan con ranchitos más o menos firmes. En uno de ellos vive Candelaria González. La casa no queda propiamente en Monteagudo sino en Sud de Trejo, a cuatro kilómetros de distancia. “A mí me dicen ‘Negrita’”, explica la mamá del soldado. Dice que tiene 73 años y que en algún lugar conserva la bandera que el Ejército le entregó en 1982. “¿Fotos? No, ninguna”, informa con una sonrisa. Su nieto Raúl Antonio la observa.
“A él lo llevó la colimba. No sé si quería ir. La milicia no se lo preguntó. Vino de visita una vez: fue la última. Se lo llevaron con 18 años. Nosotros no sabíamos nada, no sabíamos que había una guerra: si ni siquiera teníamos televisión. Un día nos mandaron a decir que lo habían bombardeado. Los militares después trajeron el cajón, pero no nos dejaron verlo. A mí me dieron dinero, ni mucho ni poco. ¿Cómo era él? Buenito. Jugaba a la pelota en el complejo de Monteagudo. Me imagino que la habrá pasado muy ‘fiero’”, relata la campesina. Luego mira a lo lejos, hacia el monte donde dice que fueron sus animales, y murmura que no sabe cómo la van a sacar si llueve. Ella, por las dudas, tiene las botas de goma puestas.
Preguntas huérfanas
Miguel Antonio González fue el primero de los seis hijos que tuvo su madre. Una de sus hermanas más jóvenes se llama precisamente Malvina. De su padre no se sabe nada. Mejor dicho: se sabe lo que indica el hecho de su anotación con el apellido materno. Criado en lo de una abuela, sólo completó la primaria como casi todos los chicos de ese tiempo. “Era uno más, un muchacho como cualquier otro”, resume Ysaac Dager, de 70 años, parado en una esquina del pueblo.
No es uno más en la lista de los 23 comprovincianos que perecieron entre el frío polar y los torpedos. González es el único que “volvió” a casa: los demás cadáveres quedaron en el océano. “Supuestamente es así”, indica Dager. Enseguida se suma a la conversación Sergio González, quien conoció al protagonista en la escuela pero no son parientes. “‘Chalita’ era muy humilde: un buen chango”, sentencia. ¿Cómo murió ese joven? “No se sabe”, dice casi disculpándose Elisa Albornoz, hermana del soldado.
“Hay varias teorías, pero es seguro que falleció por congelamiento”, agrega en el zaguán de su casa Germán Zelaya, un vecino que hizo las veces de delegado comunal durante la dictadura. “Por supuesto que no tenía ninguna opción: aceptaba el cargo o aceptaba”, acota.
Zelaya comenta que el soldado jugaba en un equipo que él dirigía, y que hace un tiempo rescató una fotografía grupal y se la entregó a los deudos. “Recuerdo la última vez que lo vi: caminaba por la plaza con uniforme de marinero”, describe. Zelaya afirma que asistió al velorio y que para él sí había un hombre en el ataúd: “pero para determinar la identidad habría que hacer un ADN”. Después se le ocurre que es verdad, que casi no se conoce el pasado de uno de los ciudadanos célebres de Monteagudo. “Es más reconocido por la causa que murió que por sí mismo”, reflexiona. Él, por ejemplo, lo nombra cada vez que escribe su domicilio. Zelaya vive en la calle Soldado Miguel Antonio González sin número, lo que no deja de ser algo sólido en medio de tantas preguntas huérfanas que dejó la guerra.
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