Por Julio Marengo
02 Abril 2017
PROHIBIDO OLVIDAR. Los familiares de Roque Ramón llevan las remeras a todos los actos alusivos a Malvinas. Aquí sus hermanas, Mari, Moni y Rita.
La radio lanzó el comunicado y Rita se frenó en seco. Estaba entrando en un almacén en Santa Rosa de Leales y, por unos minutos, se olvidó lo que iba a comprar. Crucero, Belgrano, hundido. Ahora, 35 años después, confiesa que por más que lo intentaba no podía tener pensamientos optimistas. Ese lunes 3 de mayo de 1982 supo muy internamente que Roque Ramón Quintana, su hermano, no volvería de Malvinas.
Lo que tenía dentro era confusión, porque hasta hacía poco “íbamos ganando” la guerra y porque el Belgrano, supuestamente, permanecería en el puerto. Eso les había contado Roque en la única carta que pudo mandar: “Mamá no te preocupés, no nos pasará nada; pero estoy dispuesto a entregar la vida por mi patria” (24 de abril, desde Ushuaia). Rita era incapaz de decirle a su mamá lo que acababa de escuchar en la radio del almacén. Volvió a su casa como un fantasma, caminando en el aire. Pálida. Muda. Extraviada.
Como todos los lunes, había que cumplir con el ritual: llevar religiosamente las velas al lugar donde había fallecido el primero de los 11 hermanos Quintana. Sucedió en la ruta, en un accidente de tránsito, y desde ese día Elvira Guardia, la mamá de esta familia inmensa, mantenía vivo el recuerdo de su hijo. Rita le pidió a Mercedes, la menor de las Quintana, que la acompañara hasta la cruz a dejar las flores. Sólo cuando llegaron Rita pudo hablar. Ya no soportaba el silencio. Le contó a Mercedes lo que había escuchado en la radio y su hermana viajó dos días atrás: en el asado del 1 de mayo, Día del Trabajador, ella había tenido un mal presagio.
***
Roque tenía 12 años cuando decidió volver a su casa en Santa Rosa de Leales. Se plantaba ante la decisión de su padre, que lo había mandado al Seminario Menor con la esperanza de que se convirtiera en cura. Aspiraciones espirituales o necesidades económicas de un empleado ferroviario que tenía que sostener una familia de 13 miembros. Pero el seminario no era para “Coqui”. Había que pensar en un trabajo y en esa época las alternativas no iban más allá del surco. “Debe haber trabajado tres o cuatro días pealando caña. Me acuerdo que se miraba las manos lastimadas y lloraba. Decía que él no quería eso”, recuerda Mercedes, por ese entonces una nena.
A los 14 años Roque rindió para ingresar a la Escuela de Mecánica de la Armada y quedó seleccionado entre los 100 primeros aspirantes de los 800 que se habían presentado. Era el comienzo de una carrera militar que lo tenía más tiempo en Buenos Aires que en Tucumán. Aspiraciones patrióticas o -nuevamente- necesidades económicas, Coqui se recibió de mecánico electricista en 1972, con el rango de cabo primero.
Melina Quintana es miembro de ese equipo de 29 nietos y 34 bisnietos de Elvira y José María Quintana. Ella no conoció a su tío Roque, pero heredó -como todos sus primos- la necesidad ardiente de mantener viva su memoria. Mates, bollos y pan de campo acompañaban las historias que le contaba su abuela sobre “Coqui”. “Ella prefería hablarnos de su vida, de las cosas que hacía y de cómo era. Nos contaba que era muy humilde y a que sus compañeros de la Marina les contaba que vivía en una casita pequeña del campo en Tucumán. Y una vez que vino con algunos de ellos se sorprendieron, porque se imaginaban un ranchito”, cuenta.
La casa de los Quintana es de esos hogares preparados para reunir a la famila. Una mesa larga, la parrilla, el patio generoso. Paredes tapizadas de cuadros que muestran sus alegrías y sus tristezas: retratos, diplomas, la carta fechada el 11 de mayo en la que el Ejército les comunica la desaparición de Roque...
***
Susana, la mujer de Rafael, el mayor de los hermanos, era la única que estaba en casa cuando llegó la carta. Recibió el sobre y a los dos militares vestidos de blanco que le comunicaron la noticia. Elvira, su suegra, estaba en la ciudad.
A Mercedes le había transmitido la not icia el cura del colegio al que iba. “Me llamaron a la dirección y pensé: ‘uy, qué habré hecho ahora’, porque no era de las más santitas”, admite la menor y la jefa de los hermanos Quintana. Ella decide quién habla, quien dice, quién trae y quién cocina. Los hermanos están cariñosamente resignados a su humor y a su empuje.
A Rita, a pesar de los años que han pasado, la herida todavía le sangra. No puede contar la historia de su hermano de corrido, porque las lágrimas se le anudan en la garganta. “Llegué de la escuela y vi dos gorras militares sobre la mesa. Pensé que eran cosas de mi hermano, pero eran de las personas que venían a decirnos que Coqui no estaba vivo”.
***
En Tucumán todo era angustia. Atornillados a las radios y a los televisores, los familiares esperaban los partes militares que pasaban lista de los sobrevivientes: un martirio de 20 miserables nombres por día, hasta llegar al total de poco más de 700 rescatados con vida. Roque Ramón no integraba esas listas. Hasta que llegó la carta.
“Hoy la Patria se yergue sobre el sacrificio de su hijo. De aquí en más, los pliegues celestes y blancos de nuestra bandera, que señala los cielos desde el brazo de sus mástiles, llevará estampada la imagen de su hijo, proclamando ante los ojos de la historia que su rostro resplandecerá para siempre en ella, con el gesto imborrable de los héroes que respondieron al llamado de la Patria”.
Palabras.
***
La bronca se mezcla en iguales proporciones que el orgullo cuando cuentan la familia cuenta la historia del cabo principal Roque Ramón Quintana. “Prohibido olvidar”, dicen las remeras que cada uno luce en los actos alusivos. “Queremos malvinizar Tucumán”, resume Melina.
Para los Quintana, el 2 de abril no es la fecha clave. Homenajean a su hermano caído el 2 de mayo. Lo hacen con un acto en el monumento que ellos mismos erigieron en Santa Rosa de Leales. Una ley publicada en el Boletín Oficial dispone bautizar la escuela de la zona con el nombre del soldado muerto, ya que era el único lealeño en el Crucero Belgrano. No se ha concretado. También se ha dispuesto que la calle de atrás de la casa paterna lleve su nombre, pero ni siquiera se lo han comunicado a la familia.
Lo que tenía dentro era confusión, porque hasta hacía poco “íbamos ganando” la guerra y porque el Belgrano, supuestamente, permanecería en el puerto. Eso les había contado Roque en la única carta que pudo mandar: “Mamá no te preocupés, no nos pasará nada; pero estoy dispuesto a entregar la vida por mi patria” (24 de abril, desde Ushuaia). Rita era incapaz de decirle a su mamá lo que acababa de escuchar en la radio del almacén. Volvió a su casa como un fantasma, caminando en el aire. Pálida. Muda. Extraviada.
Como todos los lunes, había que cumplir con el ritual: llevar religiosamente las velas al lugar donde había fallecido el primero de los 11 hermanos Quintana. Sucedió en la ruta, en un accidente de tránsito, y desde ese día Elvira Guardia, la mamá de esta familia inmensa, mantenía vivo el recuerdo de su hijo. Rita le pidió a Mercedes, la menor de las Quintana, que la acompañara hasta la cruz a dejar las flores. Sólo cuando llegaron Rita pudo hablar. Ya no soportaba el silencio. Le contó a Mercedes lo que había escuchado en la radio y su hermana viajó dos días atrás: en el asado del 1 de mayo, Día del Trabajador, ella había tenido un mal presagio.
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Roque tenía 12 años cuando decidió volver a su casa en Santa Rosa de Leales. Se plantaba ante la decisión de su padre, que lo había mandado al Seminario Menor con la esperanza de que se convirtiera en cura. Aspiraciones espirituales o necesidades económicas de un empleado ferroviario que tenía que sostener una familia de 13 miembros. Pero el seminario no era para “Coqui”. Había que pensar en un trabajo y en esa época las alternativas no iban más allá del surco. “Debe haber trabajado tres o cuatro días pealando caña. Me acuerdo que se miraba las manos lastimadas y lloraba. Decía que él no quería eso”, recuerda Mercedes, por ese entonces una nena.
A los 14 años Roque rindió para ingresar a la Escuela de Mecánica de la Armada y quedó seleccionado entre los 100 primeros aspirantes de los 800 que se habían presentado. Era el comienzo de una carrera militar que lo tenía más tiempo en Buenos Aires que en Tucumán. Aspiraciones patrióticas o -nuevamente- necesidades económicas, Coqui se recibió de mecánico electricista en 1972, con el rango de cabo primero.
Melina Quintana es miembro de ese equipo de 29 nietos y 34 bisnietos de Elvira y José María Quintana. Ella no conoció a su tío Roque, pero heredó -como todos sus primos- la necesidad ardiente de mantener viva su memoria. Mates, bollos y pan de campo acompañaban las historias que le contaba su abuela sobre “Coqui”. “Ella prefería hablarnos de su vida, de las cosas que hacía y de cómo era. Nos contaba que era muy humilde y a que sus compañeros de la Marina les contaba que vivía en una casita pequeña del campo en Tucumán. Y una vez que vino con algunos de ellos se sorprendieron, porque se imaginaban un ranchito”, cuenta.
La casa de los Quintana es de esos hogares preparados para reunir a la famila. Una mesa larga, la parrilla, el patio generoso. Paredes tapizadas de cuadros que muestran sus alegrías y sus tristezas: retratos, diplomas, la carta fechada el 11 de mayo en la que el Ejército les comunica la desaparición de Roque...
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Susana, la mujer de Rafael, el mayor de los hermanos, era la única que estaba en casa cuando llegó la carta. Recibió el sobre y a los dos militares vestidos de blanco que le comunicaron la noticia. Elvira, su suegra, estaba en la ciudad.
A Mercedes le había transmitido la not icia el cura del colegio al que iba. “Me llamaron a la dirección y pensé: ‘uy, qué habré hecho ahora’, porque no era de las más santitas”, admite la menor y la jefa de los hermanos Quintana. Ella decide quién habla, quien dice, quién trae y quién cocina. Los hermanos están cariñosamente resignados a su humor y a su empuje.
A Rita, a pesar de los años que han pasado, la herida todavía le sangra. No puede contar la historia de su hermano de corrido, porque las lágrimas se le anudan en la garganta. “Llegué de la escuela y vi dos gorras militares sobre la mesa. Pensé que eran cosas de mi hermano, pero eran de las personas que venían a decirnos que Coqui no estaba vivo”.
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En Tucumán todo era angustia. Atornillados a las radios y a los televisores, los familiares esperaban los partes militares que pasaban lista de los sobrevivientes: un martirio de 20 miserables nombres por día, hasta llegar al total de poco más de 700 rescatados con vida. Roque Ramón no integraba esas listas. Hasta que llegó la carta.
“Hoy la Patria se yergue sobre el sacrificio de su hijo. De aquí en más, los pliegues celestes y blancos de nuestra bandera, que señala los cielos desde el brazo de sus mástiles, llevará estampada la imagen de su hijo, proclamando ante los ojos de la historia que su rostro resplandecerá para siempre en ella, con el gesto imborrable de los héroes que respondieron al llamado de la Patria”.
Palabras.
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La bronca se mezcla en iguales proporciones que el orgullo cuando cuentan la familia cuenta la historia del cabo principal Roque Ramón Quintana. “Prohibido olvidar”, dicen las remeras que cada uno luce en los actos alusivos. “Queremos malvinizar Tucumán”, resume Melina.
Para los Quintana, el 2 de abril no es la fecha clave. Homenajean a su hermano caído el 2 de mayo. Lo hacen con un acto en el monumento que ellos mismos erigieron en Santa Rosa de Leales. Una ley publicada en el Boletín Oficial dispone bautizar la escuela de la zona con el nombre del soldado muerto, ya que era el único lealeño en el Crucero Belgrano. No se ha concretado. También se ha dispuesto que la calle de atrás de la casa paterna lleve su nombre, pero ni siquiera se lo han comunicado a la familia.
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