Por Tobías Fernández y Mercedes Mosca 02 Abril 2017
EN SALTA. Cristina Rodríguez, hija de José Humberto, junto al nieto del caído.
Cada mañana, José Humberto Rodríguez se despedía de su familia como si fuera el último encuentro. Corría 1982 y era infante de la Marina. Sabía que, en cualquier momento, debía zarpar en el Crucero Belgrano. Blanca Nadir, esposa de José Humberto, y sus tres hijos -José, de 11 años; Cristina, de 8; y Karina, de 4- se quedaron en la base de Puerto Belgrano. El 16 de abril, él no volvió a su casa y Blanca supuso que ya estaría navegando, como cada vez que surgía una misión. El último contacto se produjo mediante una carta, enviada el 29 de abril para saludar a su hijo José, que cumplía años. El 2 de mayo, el barco se fue a pique.
“Desde ese día, todos salíamos a esperarlo. Los colectivos llegaban a Puerto Belgrano con soldados heridos y nosotros teníamos la ilusión de que papá estuviera entre ellos”, relata Cristina, hoy de 43 años.
Diez días después del hundimiento del Belgrano, dos militares se presentaron en la casa de la familia Rodríguez. Llegaron para confirmarle a Blanca la noticia más triste: su marido era un desaparecido en acción de guerra, junto a otros 322 marinos. Como muchas familias, nunca pudieron enterrar su cuerpo y tampoco tienen un lugar donde llevarle flores. Él tenía 36 años cuando falleció. En las aguas gélidas del sur se hundió también su sueño de vivir en Salta hasta jubilarse.
Los paseos en el campo
José Humberto había nacido en Trancas. A los cinco años su familia se mudó a la localidad salteña de General Güemes, donde vivió hasta que ingresó a la Marina. A los 18 comenzó a trabajar en un surtidor de nafta junto al hermano de Blanca. Allí se conocieron. Luego de pocos años de noviazgo se casaron en 1970 y se mudaron a Puerto Belgrano. Ella tenía 23 años y él, 26.
Cuenta su hija que, aunque pasaba largas temporadas en el mar, José era un papá presente. “Cuando estaba en casa aprovechaba para estar con nosotros. Ayudaba a mi mamá con las cosas de la casa. Su cable a tierra era llevarnos de paseo al campo. Lo disfrutábamos mucho”, rememora. “Fuimos muy compañeros”, agrega Blanca.
Algunos meses antes de partir a Malvinas, él invitó a la familia a almorzar y a pasar el día en el Crucero Belgrano. Era la primera vez que insistía en llevarlos al buque en el que cumplía funciones. Al principio Blanca se negó, pero el entusiasmo de sus hijos la convenció. “Era un barco lujoso y muy lindo. Me acuerdo de que las cortinas fueron lo que más me llamó la atención”, rememora. Más tarde entendieron el verdadero significado de aquella visita. “Sin querer conocimos su lugar de descanso”, reflexiona Cristina, quien siempre prefirió llevar su duelo en silencio.
Durante la guerra se respiraba angustia, desolación y miedo en Puerto Belgrano. Los pobladores, todos militares, y sus familias, sentían que la muerte los rodeaba. Blanca remarca que durante la noche se apagaban todas las luces y afirma que, muchas veces, su casa, más que un hogar, era un refugio de guerra. “Vivíamos preparados para escondernos o para salir corriendo -recuerda-. Por esos días, en la base había silencio y vivíamos en una sensación de espera permanente”.
Comenzar de nuevo
Tras el hundimiento del Belgrano, Blanca decidió trasladarse con sus hijos a la capital salteña, a pesar de que sus padres, pilares fundamentales en su vida, le pedían que se mudara a General Güemes para estar cerca de ellos. Blanca advierte que, tras la pérdida de su esposo, quería y necesitaba reconstruir su vida en otra ciudad.
Así, los Rodríguez eligieron vivir su duelo en el anonimato y en el silencio. “Es nuestra forma de preservar el recuerdo de nuestro papá”, asegura Cristina. “El héroe es él, nosotros sólo somos su familia”, subraya la hija del marino.
“Desde ese día, todos salíamos a esperarlo. Los colectivos llegaban a Puerto Belgrano con soldados heridos y nosotros teníamos la ilusión de que papá estuviera entre ellos”, relata Cristina, hoy de 43 años.
Diez días después del hundimiento del Belgrano, dos militares se presentaron en la casa de la familia Rodríguez. Llegaron para confirmarle a Blanca la noticia más triste: su marido era un desaparecido en acción de guerra, junto a otros 322 marinos. Como muchas familias, nunca pudieron enterrar su cuerpo y tampoco tienen un lugar donde llevarle flores. Él tenía 36 años cuando falleció. En las aguas gélidas del sur se hundió también su sueño de vivir en Salta hasta jubilarse.
Los paseos en el campo
José Humberto había nacido en Trancas. A los cinco años su familia se mudó a la localidad salteña de General Güemes, donde vivió hasta que ingresó a la Marina. A los 18 comenzó a trabajar en un surtidor de nafta junto al hermano de Blanca. Allí se conocieron. Luego de pocos años de noviazgo se casaron en 1970 y se mudaron a Puerto Belgrano. Ella tenía 23 años y él, 26.
Cuenta su hija que, aunque pasaba largas temporadas en el mar, José era un papá presente. “Cuando estaba en casa aprovechaba para estar con nosotros. Ayudaba a mi mamá con las cosas de la casa. Su cable a tierra era llevarnos de paseo al campo. Lo disfrutábamos mucho”, rememora. “Fuimos muy compañeros”, agrega Blanca.
Algunos meses antes de partir a Malvinas, él invitó a la familia a almorzar y a pasar el día en el Crucero Belgrano. Era la primera vez que insistía en llevarlos al buque en el que cumplía funciones. Al principio Blanca se negó, pero el entusiasmo de sus hijos la convenció. “Era un barco lujoso y muy lindo. Me acuerdo de que las cortinas fueron lo que más me llamó la atención”, rememora. Más tarde entendieron el verdadero significado de aquella visita. “Sin querer conocimos su lugar de descanso”, reflexiona Cristina, quien siempre prefirió llevar su duelo en silencio.
Durante la guerra se respiraba angustia, desolación y miedo en Puerto Belgrano. Los pobladores, todos militares, y sus familias, sentían que la muerte los rodeaba. Blanca remarca que durante la noche se apagaban todas las luces y afirma que, muchas veces, su casa, más que un hogar, era un refugio de guerra. “Vivíamos preparados para escondernos o para salir corriendo -recuerda-. Por esos días, en la base había silencio y vivíamos en una sensación de espera permanente”.
Comenzar de nuevo
Tras el hundimiento del Belgrano, Blanca decidió trasladarse con sus hijos a la capital salteña, a pesar de que sus padres, pilares fundamentales en su vida, le pedían que se mudara a General Güemes para estar cerca de ellos. Blanca advierte que, tras la pérdida de su esposo, quería y necesitaba reconstruir su vida en otra ciudad.
Así, los Rodríguez eligieron vivir su duelo en el anonimato y en el silencio. “Es nuestra forma de preservar el recuerdo de nuestro papá”, asegura Cristina. “El héroe es él, nosotros sólo somos su familia”, subraya la hija del marino.
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Guerra de Malvinas
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