Pequeños ojos de metal oscuro

Pequeños ojos de metal oscuro

Breve historia del francés Alfredo Cosson, uno de los primeros fotógrafos de la provincia, que hacía electrografías para poder vivir

ALFREDO COSSON. Retrato al lápiz que conserva el Archivo General de la Nación.  ALFREDO COSSON. Retrato al lápiz que conserva el Archivo General de la Nación.
28 Febrero 2017

Sebastián Rosso - LA GACETA

A fines de 1859 se publicó en El Eco del Norte, un periódico de Tucumán, el siguiente anuncio: “Retratos al electrotipo. Todos los días desde las 12 horas hasta las 3 de la tarde. Dirigirse a Dn. Alfredo Cosson, en el colegio”.

Cosson era francés, tenía 39 años y había llegado a la ciudad por invitación de su amigo y compatriota Amadeo Jacques. Atravesaron juntos la Argentina pasando por Rosario, Santiago del Estero, Salta y Jujuy. Recalaron en Tucumán con la promesa de un cargo en el flamante Colegio San Miguel. Jacques obtuvo pronto la dirección, pero el puesto docente de su amigo se hizo esperar, por lo que tuvo que volver a usar la cámara “al electrotipo” con la que se ganaba la vida. Se sumaba de esta manera a la saga de emprendedores que inundaban la ciudad y que alimentaban una rueda ciega y acelerada que fundía la palabra progreso con éxitos vertiginosos y fracasos inesperados.

Pequeños

Si damos crédito a quienes fechan los primeros daguerrotipos tucumanos hacia la primera mitad de la década, y luego damos por sentado que aquellas placas fueron tomadas en esta ciudad, no fue Cosson el primer fotógrafo en Tucumán, aunque su apellido con los de Ahumada y Ashuvort ponen nombre a los primeros identificados.

Lo cierto es que, al tiempo de publicarse aquel aviso, un pequeño mercado local de retratos pintados en miniatura se aseguraba una irregular clientela entre las casas de familia del centro de la ciudad. Durante los 50, estas pinturitas competían todavía con ventaja con los daguerrotipos y los cuadros: eran más baratas que las fotos y constituían una versión delicada y transportable de los grandes retratos de antaño. El principal pintor de la época, Ignacio Baz, contaba con treintaipico de años: su fama le había granjeado una buena clientela y llevaba facturando una veintena de retratos y miniaturas entre los locales. Algo en su negocio empezó a trastabillar. El proceso de la miniatura era lento y su magia inicial se estaba perdiendo, oscurecida por las novedades técnicas que ya se difundían por gran parte del globo. Escarbemos un poco en el pasado de esas máquinas.

Metal

La historia de la fotografía es muy conocida y consiste, para ser escueto, en la fijación en un soporte (de metal, vidrio o papel) de un procedimiento óptico muy antiguo: la “cámara oscura”, que llevaba siglos de uso como auxiliar de la pintura. Entre la década de 1820 y 1840, se hicieron importantes avances en la fijación de esa imagen huidiza y momentánea que sólo podía ser calcada pero no fijada. En 1826, Nicephore Niepce logró la primera imagen impresa dentro del aparato. Todavía era borrosa. El gran salto de calidad se dio en 1839, cuando Louis Daguerre patentó un aparato con el que se obtenían imágenes de una transparencia nunca vista. Se desató, desde aquel año, una carrera loca por mejorar las prestaciones del aparato. Incontables variantes se sucedieron, con nombres tan raros como corta vida: heliografías, electrografías, cianotipos, calotipos son algunos de ellos.

Los resultados eran espectaculares pero carísimos. En Buenos Aires, un daguerrotipo se llegó a pagar entre 100 y 200 pesos, cantidad con la que también se podía comprar un terreno de media hectárea. Ese costo excesivo apenas limitaba la clientela a los más pudientes, quienes se arremolinaban para disfrutar de la maravilla.

Un pensador prototípico de la modernidad y sus imágenes, Walter Benjamin, escribió que, aún en su tiempo (cerca de 1930) las tecnologías mecánicas estaban dando un salto hacia lo desconocido, y que la más “exacta técnica” de las máquinas podía ahora dotar de “un valor mágico” a sus productos, haciendo que las imágenes pintadas quedaran desposeídas de esos valores.

Ojos

Publicidad



Decíamos, volviendo a nuestro hombre y sus viajes, que Cosson había pasado por Salta. Allí conoció a Angélica Guerineau y a su esposo, Arturo Dubois, con quienes entabló una fuerte relación de amistad. En esos años la dama norteña, a quien el francés llamaba Madame Angélique, posó para una fotografía. Tenía unos 20 años. Su mirada intensa quedó plasmada entre los delicados filamentos de plata galvanizada del electrotipo, y todavía brilla en la imagen que reproducimos en esta nota. Aunque no es segura su autoría, todo parece indicar que esta fue obra de su amigo. Como en la mayoría de estas imágenes, la figura del retratado resalta en un espacio vaporoso, etéreo y casi sobrenatural. Mirar (no tanto este papel como el metal bruñido en que se imprime el original) da la sensación de penetrar un espacio y compartirlo con el retratado. El fotógrafo Dauthendey dijo, hacia finales del siglo XIX: “No nos atrevíamos por de pronto a contemplar largo tiempo las primeras imágenes que confeccionó la fotografía. Recelábamos ante la nitidez de esos personajes y creíamos que sus pequeños, minúsculos rostros podían, desde la imagen, mirarnos a nosotros: tan desconcertante era el efecto de la nitidez insólita y de la insólita fidelidad a la naturaleza de las primeras daguerrotipias”.

Parece un paso atrás, pero tal vivacidad se perdería con las técnicas posteriores, cuando en la década de 1860 se pusieron de moda las cartes-de-visite, esas tarjetas de 9 x 6 cm que abarataron el costo y fijaron las imágenes en albúmina de huevo sobre papel. Se difundieron entonces masivamente los retratos, al costo de perder ese brillo vital que habían tenido los primeros.

Negocio

El negocio de las imágenes era un subibaja constante. Con los formatos albúminas sobre papel y con el abaratamiento de las copias, el italiano Ángel Paganelli ocuparía la plaza tucumana a capa y espada. Su largo reinado fue motivo de muchísimos escritos y todavía se pueden esperar más. Para 1870, sus retratos se vendían a seis o siete pesos las 12 unidades. Esto correspondía al precio de un caballo y a la mitad del sueldo de un capataz de finca. Todavía caras, pero sin dudas más accesibles a una amplia y creciente franja social.

El pintor Baz, para sobrevivir, sumó a su oferta de retratos la pintura “desde fotografías”. Dicho de otro modo, comenzó a reproducir placas y copias fotográficas en lugar de personas. Los que querían un retrato pintado ya no tenían que someterse a largas horas de pose: bastaba con enviar una foto y esperar la pintura. A cambio, se obtenía algo que todavía no podía dar la técnica: grandes tamaños y colores. Baz, mejor que nadie, sabía que eso se iba a superar, mientras los pedidos caían en picada. Finalmente tuvo que incorporarse al Colegio Nacional como profesor de dibujo.

Final

No habiendo hecho demasiado dinero con su cargo de profesor de inglés, ni con sus fotos, Cosson se despidió de Tucumán en 1862 con rumbo a Buenos Aires. Puso una librería y ejerció la dirección del Colegio Nacional por más de 10 años. Podríamos terminar aquí esta historia, con los datos abstractos de una tecnología que crece y un negocio que cambia de rumbo. Pero no. Como esas historias que mezclan el dinero, el amor, el anhelo y la frustración de una persona, esta termina de un modo más triste. A Cosson, la fortuna y el amor le fueron esquivos. Tuvo que jubilarse pronto, pues su salud comenzó a declinar con rapidez. En una última jugada del destino, la antigua relación salteña le tendió una mano: Angélica y su marido se habían trasladado a una casa en Buenos Aires. Enterados de la grave situación del viejo Alfredo, le dieron cobijo sabiendo que no le quedaba mucho por vivir. Rondaba apenas los 60 años y antes de su muerte, dicen, se lo podía ver solitario, caminando lento, con el sombrero metido hasta la nuca, como si no hubiera ya nadie detrás de sus ojos vidriosos.

Tamaño texto
Comentarios
Comentarios