Sergio Berensztein - Columnista invitado
La primera de las dimensiones para analizar a la hora de comprender al 45º presidente estadounidense es, como mencionamos en nuestro artículo anterior, la individual: la personalidad de Donald Trump. Conocemos a fondo su experiencia de vida como magnate de la construcción, su estilo lujoso, kitsch y recargado fue público durante muchos años y las redes sociales y sus frecuentes apariciones en los medios nos pusieron al tanto de su verborragia y de sus maneras irreverentes y hasta irrespetuosas. Durante la campaña, todas estas características resultaron atractivas y efectivas.
Pero el momento de elegir ya terminó para dar comienzo al desafío de gobernar. Hasta ahora, el culto a la personalidad que ha caracterizado en los planos corporativo y mediático le ha dado enormes resultados. Pero en política, la capacidad de dar respuestas públicas a problemas complejos, hacer acuerdos con aliados o prevalecer sobre opositores no se basa exclusivamente, ni fundamentalmente, en el personalismo. La clave aquí reside en determinar el balance entre la acción individual (agencia) y el peso relativo del sistema político, con sus instituciones formales e informales, sus hábitos, costumbres, ideas y mentalidades que han influido en su desarrollo histórico (estructura). ¿Será capaz acaso Trump de revolucionar el establishment político norteamericano como resultado de su voluntad, perseverancia, ímpetu y audacia? ¿O, por el contrario, el peso del sistema institucional de frenos y contrapesos tarde o temprano terminará conteniéndolo, limitándolo, domesticándolo hasta resignarlo y volverlo dócil?
Tal como ocurrió en su momento con Margaret Thatcher en Gran Bretaña, el nuevo mandatario norteamericano aparece como una suerte de revolucionario “de derecha”: busca redefinir los límites entre Estado y mercado, entre religión y secularismo, entre globalización y nacionalismo. Más aún, apunta a redistribuir el poder al interior de su país, empoderando a los “sectores olvidados”, desmontando los mecanismos de discriminación positiva (affirmative action) que durante décadas le habían permitido acceder a mecanismos de movilidad social ascendente a millones pertenecientes a grupos minoritarios, para favorecer una enorme masa de blancos relativamente poco educados de clase media baja y baja que se han sentido relegados y han en efecto perdido oportunidades, ingreso e influencia en el contexto de la modernización económica y los impresionantes cambios tecnológicos. Por eso, Trump se presenta tan decisivo y decidido, como divisivo y rupturista. Con otras visiones y diagnósticos sobre su país y el mundo en el que le toca vivir, pero con atributos similares a los de la Dama de Hierro. ¿Buscará también consolidar su liderazgo y su proyecto político con un episodio militar distante, limitado y completamente asimétrico?
Más cercano a nuestra tradición, Trump reproduce en su estilo de liderazgo los rasgos más acendrados del caudillismo latinoamericano: legitimidad basada en la persona por sobre el sistema político, desprecio por las instituciones, decisionismo sobre deliberación, personalismo absoluto en detrimento del consenso, actitud de superioridad despreciativa (de todos los que no sean como él: mujeres, inmigrantes, opositores, periodistas). El caudillo populista y personalista elige asesores y colaboradores que sean miembros de su familia, cercanos en su experiencia de vida o afines en sus visiones ideológicas: el nepotismo, la sumisión y los conflictos de interés son inherentes a estos fenómenos políticos con atributos contradictorios pero con una clara vocación transformacional. Trump cumple con todas esas características a la hora de constituir su gabinete y perfilar su modelo de gobierno. Su círculo primario, o la mesa chica, es verdaderamente pequeño, lo que incentiva el “pensamiento de grupo” (groupthink). Este sesgo cognitivo hace que los miembros de un grupo intenten conformar su opinión de acuerdo a lo que, según su definición, es el mandato del líder. Cualquier nueva evidencia será en principio ignorada y solamente se aceptará aquello que confirme la idea preexistente o reafirme el prejuicio.
La respuesta ha variado entre el rechazo, la indignación y la desesperación. Pero allí radica la ecuación que convirtió a un multimillonario de Manhattan en el defensor del interior estadounidense: las sociedades agrícolas olvidadas por los millenials urbanos, las comunidades religiosas ridiculizadas por el liberalismo de las cadenas televisivas y los periódicos progresistas, los trabajadores industriales y la clase media abandonada por demócratas ricos, como los Clinton, que a sus ojos han hecho su fortuna a partir del aprovechamiento de sus puestos como funcionarios, sin haber ejercido ninguna otra profesión. La mejor prueba de esta demagogia es que aunque se trata del primer presidente que asume sin haber ocupado ningún cargo público, Trump logró posicionarse como el hombre que hizo cosas, a diferencia de Hillary, la mujer elitista que sólo habla (talk, talk, talk, repetían los republicanos durante la campaña). Como es evidente, surge aquí una singular paradoja, pues por ingreso, lugar de residencia, estilo de vida y fisique du role, Trump cuenta con todos los antecedentes de ser parte de la tan denostada élite. Por eso, su reivindicación de pobres y olvidados luce tan inverosímil como la que los Kirchner hicieron de la cuestión de los derechos humanos una vez que se encaramaron en el poder.
Todo lo que transformó a Trump en el candidato “auténtico” para sus electores, le resta responsabilidad y prudencia al Trump presidente. En los Estados Unidos, la estructura institucional y el respeto a los aspectos formales de la política tenían un valor y un prestigio en los que el nuevo mandatario no cree. Adam Przeworski definió a la democracia como el sistema político que logra algo tan importante como inusual hasta su consolidación a partir de la segunda posguerra mundial: la “institucionalización de la incertidumbre”: En efecto, las instituciones ayudan a que los actores políticos puedan superar las trampas de la coyuntura y establecer horizontes de mediano y largo plazo pues la puja por el poder y los asuntos más importantes del Estado se procesan mediante un conjunto de reglas del juego conocidas y respetadas, limitando entonces las dudas respecto de lo que puede llegar a pasar. Por eso, una democracia estable implica instituciones sólidas, legítimas y de alta calidad. Países con instituciones débiles son inestables y tienen dificultades para solucionar problemas, pues los principales actores económicos, políticos y sociales tienen temor respecto del futuro cercano y desarrollan entonces preferencias y estrategias conservadoras y minimalistas. Muchas veces, sus comportamientos son obstruccionistas o no cooperativos, si conciben la dinámica de la coyuntura como contraria a sus intereses.
Cualquier beneficio de corto plazo que puedan tener las decisiones que tome Trump (crecimiento de empleo y de la actividad por medidas proteccionistas y aumento del gasto público) no compensará el costo de desgastar el orden institucional existente. Que sin duda es imperfecto, pero le ha permitido a los Estados Unidos seguir siendo la principal potencia del planeta.
Trump capitalizó el desgaste acumulado por los proceso de reconversión industrial y desregulación financiera que comenzaron en los ´70; la globalización y la liberalización comercial profundizadas en los ´90; el temor que generaron los ataques a las Torres Gemelas y al Pentágono y las nuevas amenazas terroristas, frente a las cuales la indudable superioridad militar resulta inerme; la crisis financiera del 2008 y las tensiones sociales derivadas de la revolución tecnológica, la robotización de la economía y sus consecuencias en el mercado de trabajo. Esto desgastó las “tendencias centrípetas” que habían caracterizado hasta ahora a la política norteamericana, liberando (como ya había ocurrido con el Brexit) un huracán rupturista, una fortísima dinámica centrífuga a la que le brindó liderazgo y profundizó con su retórica y su desfachatez.
Esto encaja perfecto con el caudillismo, que concibe a la política como combate, al adversario como enemigo, al acuerdo como derrota, al compromiso como traición. Propone un esquema dicotómico, binario, sin matices: es patria o muerte, liberación o dependencia, “hasta la victoria siempre” o “hasta la muerte en una llamarada de gloria”. Esta lógica amigo-enemigo concentra las diferencias y las escala hasta el clímax del conflicto e, incluso, de la confrontación. Es en medio de esta agitación que el líder tiene la posibilidad de inflamar las lealtades para dar batalla contra los enemigos del régimen.
La experiencia histórica nos enseña que creer que la solución a los desafíos estratégicos que enfrenta una sociedad reside en el ejercicio sin control del poder presidencial ha llevado a desastres macroeconómicos, conflictos políticos agudísimos, profunda fragmentación social, episodios graves de violencia, guerras y hasta genocidios. Las personas se creen parte de la solución, pero terminan siendo el principal problema.