Por Gustavo Martinelli y LA GACETA 25 Enero 2017
“Te doy mi palabra.” No hay en la lengua española (ni, seguro, en muchas otras) una expresión más hermosa, prudente y fértil simbólicamente que ésta para afirmar el compromiso de persona a persona. Es una frase menos estrepitosa y más verosímil que “te lo juro por Dios”, y se opone al sentimentalismo extorsivo de “por la vida de mis hijos”. Todos somos capaces de dar nuestra palabra, como un bien precioso que nos define, y todos también pueden recibirla. Sí, porque a través de las palabras nombramos la realidad. Y, al nombrarla, las cosas existen, como pasa en el primer verso de las Sagradas Escrituras: Dios crea a través de la palabra. Por eso la traición a la palabra dada, el incumplimiento, es la madre de todas las infamias. Desde el punto de vista del lenguaje gestual, el dar la palabra sólo puede ser acompañada por un apretón de manos, que es -o debería ser- lo contrario del beso mafioso. Y si aceptamos el riesgo y la ingenuidad de la nostalgia, podremos recordar que, cuando nuestros abuelos daban su palabra, ya fuera en nombre de una convicción o por una deuda material, ese don tenía más fuerza que un contrato firmado ante el más estricto escribano. De hecho, el término “compromiso” -esa esquivo vocablo derivado del latín “compromissum”- significa justamente “palabra dada”. Es hermano gemelo de “deber”.
Hoy, en estos tiempos extraños y mendaces, cada vez menos gente entrega su propia palabra para cumplirla, ni tampoco se la facilita al otro, escuchándolo serena y seriamente. En cambio -tal vez como nunca antes-, se derrochan verdaderos torrentes de frases que a menudo sirven para hacer más incomprensible el mundo que nos rodea. El lenguaje de todos los días está perdiendo su dimensión trascendente, se está empobreciendo y embruteciendo a niveles alarmantes. Y buena parte de esa degradación está incitada por nuestros mismos dirigentes y referentes sociales. Políticos, gremialistas, legisladores, dirigentes de derechos humanos (¡vaya paradoja!) y hasta profesionales de distintas ciencias hablan a viva voz y sin tapujos en mitines, reuniones y actos públicos, como si estuvieran en una cancha de fútbol.
No es sólo las malas palabras o los insultos: desde los programas de televisión hasta las declaraciones de personajes públicos, pasando por los mensajes en las redes sociales, el predominio del lenguaje vulgar es, a todas luces, un claro síntoma de que algo anda mal. La violencia que late en nuestra sociedad se expresa a los gritos: en la calle, en una pelea entre automovilistas, y también en la escuela, entre alumnos y, entre padres y docentes. Y cuando el grito sobresale sobre el discurso calmado no hay posibilidad alguna de reflexionar. Por el contrario: cuando gritamos e insultamos no estamos ejerciendo nuestra condición de seres humanos, sino que activamos -por decirlo de alguna manera- nuestro genoma animal. Los animales sí se comunican con gritos, aullidos, sonidos guturales y ladridos. Nosotros no. Nosotros tenemos las palabras. Y el buen uso de ellas define -fijémonos bien: define- nuestra humanidad. De hecho, el buen hablar -ese que tiene, como decía Friedrich Nietzsche, “la cortesía del corazón”- demuestra consideración hacia el otro. Una consideración que ejercita la convivencia. Lo contrario -es decir, el aullido, el agravio y la procacidad-, la anula. Podría decirse, entonces, que somos humanos porque nos comunicamos con palabras. Y cuando no las usamos como es debido estamos colaborando paulatinamente con la constante, bochornosa y triste tarea de convertirnos otra vez -como al principio de los tiempos- en simios.
Pero además, el discurso desaforado lleva también a la mentira. Una mentira que no es sólo ausencia de verdad, sino -sobre todo- falta de moral. La ocultación de la verdad como forma de vida también parece estar reinando en nuestra sociedad. Y todo viene desde arriba: promesas de mejoras que nunca llegan, de impuestos que nunca se tocan y que siempre se aumentan, derechos que se niegan y hasta consignas que se olvidan. Son palabras dadas que no se cumplen.
En uno de sus libros más aclamados, la escritora española Rosa Montero relata de forma magistral, la historia de un rey, ni bueno ni malo, que celebró el nacimiento de su esperado hijo. Para festejar la noticia, invitó a todas las hadas del reino, excepto a una de ellas, la más malvada. Sin embargo, como en el caso de la Bella Durmiente, esta hada maléfica se hizo presente para conceder al príncipe un don especial: la capacidad de que todo lo que diga sea creído por todos los hombres. Y aquí es donde el relato de Rosa Montero se aleja de la clásica historia para niños, porque el rey en cuestión, asombrado por la actitud del hada, consideró que ese don ensalzaría la gloria de su retoño, y aceptó honroso el insólito regalo.
Pronto, el príncipe heredero descubrió que su capacidad de convertir en verdad cualquier cosa con solo nombrarla era una herramienta que acrecentaba su poder más allá de lo imaginado. Y lo primero que hizo fue valerse de él para encerrar a su padre, acusándolo de demente y convertirse él mismo en rey. Sus súbditos, al ver que el nuevo monarca había abierto la veda a la mentira, decidieron hacer lo mismo y, con el tiempo, el reino se convirtió en un páramo podrido por la artimaña. Una mañana, desde la torre donde estaba prisionero, el viejo rey logró divisar los confines de su reino y, horrorizado, los vio esfumarse. Abrumado, alzó las manos al cielo, pero de inmediato se dio cuenta que sus extremidades también empezaban a hacerse transparentes. Incapaz de comprender qué es lo que sucedía, el rey acudió a la sabiduría del viejo dragón, que somnoliento, tras escuchar sus preocupaciones respondió con un acertijo a la pregunta sobre qué debía hacer para detener la desaparición del reino: “cuando me mencionas, ya no existo”. La respuesta al acertijo fue el silencio... El silencio que, no es derrota, sino equilibrio. ¿No será que en la Argentina también necesitamos el silencio? Es decir, ¿no resultará mejor desear que el silencio y el sosiego lleguen antes de que las mentiras hagan desaparecer de nuestro “reino” el sentido de lo común y de lo público?
Hoy, en estos tiempos extraños y mendaces, cada vez menos gente entrega su propia palabra para cumplirla, ni tampoco se la facilita al otro, escuchándolo serena y seriamente. En cambio -tal vez como nunca antes-, se derrochan verdaderos torrentes de frases que a menudo sirven para hacer más incomprensible el mundo que nos rodea. El lenguaje de todos los días está perdiendo su dimensión trascendente, se está empobreciendo y embruteciendo a niveles alarmantes. Y buena parte de esa degradación está incitada por nuestros mismos dirigentes y referentes sociales. Políticos, gremialistas, legisladores, dirigentes de derechos humanos (¡vaya paradoja!) y hasta profesionales de distintas ciencias hablan a viva voz y sin tapujos en mitines, reuniones y actos públicos, como si estuvieran en una cancha de fútbol.
No es sólo las malas palabras o los insultos: desde los programas de televisión hasta las declaraciones de personajes públicos, pasando por los mensajes en las redes sociales, el predominio del lenguaje vulgar es, a todas luces, un claro síntoma de que algo anda mal. La violencia que late en nuestra sociedad se expresa a los gritos: en la calle, en una pelea entre automovilistas, y también en la escuela, entre alumnos y, entre padres y docentes. Y cuando el grito sobresale sobre el discurso calmado no hay posibilidad alguna de reflexionar. Por el contrario: cuando gritamos e insultamos no estamos ejerciendo nuestra condición de seres humanos, sino que activamos -por decirlo de alguna manera- nuestro genoma animal. Los animales sí se comunican con gritos, aullidos, sonidos guturales y ladridos. Nosotros no. Nosotros tenemos las palabras. Y el buen uso de ellas define -fijémonos bien: define- nuestra humanidad. De hecho, el buen hablar -ese que tiene, como decía Friedrich Nietzsche, “la cortesía del corazón”- demuestra consideración hacia el otro. Una consideración que ejercita la convivencia. Lo contrario -es decir, el aullido, el agravio y la procacidad-, la anula. Podría decirse, entonces, que somos humanos porque nos comunicamos con palabras. Y cuando no las usamos como es debido estamos colaborando paulatinamente con la constante, bochornosa y triste tarea de convertirnos otra vez -como al principio de los tiempos- en simios.
Pero además, el discurso desaforado lleva también a la mentira. Una mentira que no es sólo ausencia de verdad, sino -sobre todo- falta de moral. La ocultación de la verdad como forma de vida también parece estar reinando en nuestra sociedad. Y todo viene desde arriba: promesas de mejoras que nunca llegan, de impuestos que nunca se tocan y que siempre se aumentan, derechos que se niegan y hasta consignas que se olvidan. Son palabras dadas que no se cumplen.
En uno de sus libros más aclamados, la escritora española Rosa Montero relata de forma magistral, la historia de un rey, ni bueno ni malo, que celebró el nacimiento de su esperado hijo. Para festejar la noticia, invitó a todas las hadas del reino, excepto a una de ellas, la más malvada. Sin embargo, como en el caso de la Bella Durmiente, esta hada maléfica se hizo presente para conceder al príncipe un don especial: la capacidad de que todo lo que diga sea creído por todos los hombres. Y aquí es donde el relato de Rosa Montero se aleja de la clásica historia para niños, porque el rey en cuestión, asombrado por la actitud del hada, consideró que ese don ensalzaría la gloria de su retoño, y aceptó honroso el insólito regalo.
Pronto, el príncipe heredero descubrió que su capacidad de convertir en verdad cualquier cosa con solo nombrarla era una herramienta que acrecentaba su poder más allá de lo imaginado. Y lo primero que hizo fue valerse de él para encerrar a su padre, acusándolo de demente y convertirse él mismo en rey. Sus súbditos, al ver que el nuevo monarca había abierto la veda a la mentira, decidieron hacer lo mismo y, con el tiempo, el reino se convirtió en un páramo podrido por la artimaña. Una mañana, desde la torre donde estaba prisionero, el viejo rey logró divisar los confines de su reino y, horrorizado, los vio esfumarse. Abrumado, alzó las manos al cielo, pero de inmediato se dio cuenta que sus extremidades también empezaban a hacerse transparentes. Incapaz de comprender qué es lo que sucedía, el rey acudió a la sabiduría del viejo dragón, que somnoliento, tras escuchar sus preocupaciones respondió con un acertijo a la pregunta sobre qué debía hacer para detener la desaparición del reino: “cuando me mencionas, ya no existo”. La respuesta al acertijo fue el silencio... El silencio que, no es derrota, sino equilibrio. ¿No será que en la Argentina también necesitamos el silencio? Es decir, ¿no resultará mejor desear que el silencio y el sosiego lleguen antes de que las mentiras hagan desaparecer de nuestro “reino” el sentido de lo común y de lo público?