15 Enero 2017
CLAUDIA MÉNDEZ. La letrada, que integra cinco de las nueve ternas a disposición del Gobierno, en LA GACETA. FOTO DE JOSÉ NUNO
“Sólo quien busca justicia la encuentra; sólo quien tiene fe en la justicia consigue siempre, aún a despecho de los astrólogos, hacer que cambie el curso de las estrellas”. Claudia Méndez repite a su modo la máxima del jurista italiano Piero Calamandrei. No lo dice porque sí, porque quede bonito o tenga que quedar bien con alguien: lo dice porque asegura que la justicia existe. O porque no se imagina un mundo distinto. Porque un mundo sin justicia no valdría la pena: porque sólo vale la pena luchar por la justicia. Méndez aprendió esta ley de vida trabajando en una panadería durante los fines de semana y atendiendo un bar, donde le tocó desde hacer caja hasta bandejear. Todo le sirvió para volverse un caso único: su nombre consta en cinco de las nueve ternas para cargos judiciales en manos del Poder Ejecutivo.
Nacida y criada en Ledesma (Jujuy), Méndez se abrió camino en el foro tucumano a fuerza de competir en el Consejo Asesor de la Magistratura (CAM), donde ya rindió exitosamente 10 concursos (el Gobierno la vetó cuatro veces y su décimo terceto está en vías de elaboración). Dice que nunca se planteó ser jueza porque nunca soñó con objetivos grandes. Su receta fue fijarse metas posibles. “Sólo pensé en el próximo paso. Y poco a poco fui llegando a los lugares lejanos. Cada logro me impulsó a seguir caminando con ilusión, esperanza y alegría”, explica.
No hay secretos, sino esfuerzo. A los 42 años Méndez confiesa que los períodos duros la hicieron fuerte. Y habla con orgullo del sacrificio de su padre, un comerciante golpeado por los tumbos económicos de los años 80. La madre ayudaba a su marido mientras hacía las tareas de la casa y trabajaba como modista. Las dificultades y carencias materiales acuciaban más que nunca al hogar cuando Méndez, la tercera de cuatro hijos, terminaba el secundario. “Mi papá creía en mí, en que yo merecía la oportunidad de ir a la universidad. Como no podía pagarme la estadía en Tucumán, decidió dejar de hacer los aportes previsionales y destinar ese dinero a costearme los estudios”, cuenta entre lágrimas de gratitud. Ese gesto le abrió un mundo de posibilidades puesto que, en aquel momento, quienes se quedaban en Ledesma y querían seguir formándose no tenían más alternativa que ingresar a la escuela de magisterio.
Contacto con la memoria
Para entonces Méndez ya estaba convencida de que quería ser abogada. Pese a que tenía condiciones para la Física y la Química, un profesor de Filosofía, el licenciado Emilio Tomatis, le ayudó a darse cuenta de que su vocación era la justicia. Había que hacer un trabajo de investigación y Méndez, que no sabía cómo abordar la tarea, se decidió por indagar acerca de los derechos humanos. Lo que podía ser una monografía superficial terminó convirtiéndose en una experiencia de inmersión en el pasado doloroso de Ledesma, un tiempo de crímenes incomprensibles incomprensiblemente silenciado.
La última dictadura había hecho estragos en el pueblo, pero el pueblo había decidido mirar para otro lado. “Todo estaba maquillado: había una realidad subterránea que pertenecía solamente a las víctimas y a sus familiares”, afirma Méndez. Y añade: “con 17 años leí el ‘Nunca Más’ y quedé conmocionada ante un terror que era real. Entrevisté a madres de chicos desaparecidos; a dirigentes y a la esposa (Olga Márquez) del ex intendente secuestrado (Luis Aredez), que en ese momento era la única que llevaba el pañuelo blanco en la cabeza y daba vueltas en la plaza con un cartelito. Toda esa información me permitió sacar mis propias conclusiones. La injusticia me tocó y me decidí por la abogacía”.
Rebelde con causa
Con 18 años y entusiasmo en abundancia, Méndez llegó a esta ciudad, y se inscribió en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Tucumán (UNT). Las cosas marcharon bien hasta mitad del tercer año, cuando su padre le comunicó que no podía seguir girándole dinero y que debía volver a Ledesma. “Con 19 años me planté por primera vez y le dije ‘no, yo me quedó aquí. Voy a buscar un trabajo’”, recuerda. Fue el fin de “la obediencia debida” que, según Méndez, la había caracterizado siempre: nunca se había rebelado frente a la autoridad de sus mayores. Discusión de por medio, consiguió salirse con la suya. Durante los fines de semana trabajaba en una panadería y estudiaba los días restantes. “Me daba vuelta con lo que ganaba. Sobrevivía”, define con voz serena y sobria.
En paralelo con sus obligaciones, Méndez comenzó a colaborar como voluntaria en el comedor Don Bosco. Promediaba la década de 1990 y cada vez se veían más niños en la calle. Empezaban a preocupar la adicción al pegamento y la marginalidad. Y Méndez se impacientaba porque el título profesional tardaba en llegar: “en el medio tuve que dejar de estudiar porque también debía mantener a mi hermano más chico. Empecé a trabajar en un bar, donde hacía de todo: era una mujer orquesta. Pero a los 25 años, por fin, me recibí”.
La fórmula da resultados
Sonriente y abierta a las preguntas, Méndez repasa su biografía con afecto. Se maravilla al escucharse hablar sobre sus comienzos como secretaria en un estudio jurídico. Después de conseguir los tres diplomas que otorga Derecho (procuradora, abogada y escribana), inició “la carrera” de la universidad de la calle. Litigaba en casi todos los fueros mientras hacía cuanto curso de capacitación con entrada libre impartía el Colegio de Abogados de la Capital. En el Consultorio Jurídico Gratuito de esa entidad se enamoró de los casos de familia. “Aunque ganaba lo suficiente para vivir, todavía no podía soñar con un posgrado”, precisa.
Siempre apegada a la fórmula de un paso y luego otro, Méndez concretó no una sino dos especializaciones (en Daños y Derecho Administrativo). Incluso empezó a enseñar Derecho del Transporte en la UNT. “Jamás me propuse acumular antecedentes para la judicatura: hice lo que hice por pasión y porque me gustaba perfeccionarme”, apunta.
Y Méndez advirtió que concursar era la manera de seguir creciendo. Así participó de un primer proceso de selección de empleados organizado por el ex juez federal subrogante Mario Racedo y, para su sorpresa, quedó entre los diez primeros. Ese resultado la empujó a inscribirse en el CAM. Concurso tras concurso, superó los miedos de principiante. En el medio, trabajó tres años como directora de Asuntos Legales en la Municipalidad de Monteros y entendió que, más que pleitear, el abogado debe pacificar y conciliar, y que la magistratura es un servicio público. “La gente espera soluciones del juez. Esa decisión, además de bien fundada, debe estar expresada en un lenguaje entendible”, opina. Méndez está segura de que, pese a las decepciones, todos los días aparecen razones para creer y confiar en la justicia. O, al menos, para seguir buscándola hasta torcer el curso de las estrellas, como soñaba el sabio Calamandrei.
Nacida y criada en Ledesma (Jujuy), Méndez se abrió camino en el foro tucumano a fuerza de competir en el Consejo Asesor de la Magistratura (CAM), donde ya rindió exitosamente 10 concursos (el Gobierno la vetó cuatro veces y su décimo terceto está en vías de elaboración). Dice que nunca se planteó ser jueza porque nunca soñó con objetivos grandes. Su receta fue fijarse metas posibles. “Sólo pensé en el próximo paso. Y poco a poco fui llegando a los lugares lejanos. Cada logro me impulsó a seguir caminando con ilusión, esperanza y alegría”, explica.
No hay secretos, sino esfuerzo. A los 42 años Méndez confiesa que los períodos duros la hicieron fuerte. Y habla con orgullo del sacrificio de su padre, un comerciante golpeado por los tumbos económicos de los años 80. La madre ayudaba a su marido mientras hacía las tareas de la casa y trabajaba como modista. Las dificultades y carencias materiales acuciaban más que nunca al hogar cuando Méndez, la tercera de cuatro hijos, terminaba el secundario. “Mi papá creía en mí, en que yo merecía la oportunidad de ir a la universidad. Como no podía pagarme la estadía en Tucumán, decidió dejar de hacer los aportes previsionales y destinar ese dinero a costearme los estudios”, cuenta entre lágrimas de gratitud. Ese gesto le abrió un mundo de posibilidades puesto que, en aquel momento, quienes se quedaban en Ledesma y querían seguir formándose no tenían más alternativa que ingresar a la escuela de magisterio.
Contacto con la memoria
Para entonces Méndez ya estaba convencida de que quería ser abogada. Pese a que tenía condiciones para la Física y la Química, un profesor de Filosofía, el licenciado Emilio Tomatis, le ayudó a darse cuenta de que su vocación era la justicia. Había que hacer un trabajo de investigación y Méndez, que no sabía cómo abordar la tarea, se decidió por indagar acerca de los derechos humanos. Lo que podía ser una monografía superficial terminó convirtiéndose en una experiencia de inmersión en el pasado doloroso de Ledesma, un tiempo de crímenes incomprensibles incomprensiblemente silenciado.
La última dictadura había hecho estragos en el pueblo, pero el pueblo había decidido mirar para otro lado. “Todo estaba maquillado: había una realidad subterránea que pertenecía solamente a las víctimas y a sus familiares”, afirma Méndez. Y añade: “con 17 años leí el ‘Nunca Más’ y quedé conmocionada ante un terror que era real. Entrevisté a madres de chicos desaparecidos; a dirigentes y a la esposa (Olga Márquez) del ex intendente secuestrado (Luis Aredez), que en ese momento era la única que llevaba el pañuelo blanco en la cabeza y daba vueltas en la plaza con un cartelito. Toda esa información me permitió sacar mis propias conclusiones. La injusticia me tocó y me decidí por la abogacía”.
Rebelde con causa
Con 18 años y entusiasmo en abundancia, Méndez llegó a esta ciudad, y se inscribió en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Tucumán (UNT). Las cosas marcharon bien hasta mitad del tercer año, cuando su padre le comunicó que no podía seguir girándole dinero y que debía volver a Ledesma. “Con 19 años me planté por primera vez y le dije ‘no, yo me quedó aquí. Voy a buscar un trabajo’”, recuerda. Fue el fin de “la obediencia debida” que, según Méndez, la había caracterizado siempre: nunca se había rebelado frente a la autoridad de sus mayores. Discusión de por medio, consiguió salirse con la suya. Durante los fines de semana trabajaba en una panadería y estudiaba los días restantes. “Me daba vuelta con lo que ganaba. Sobrevivía”, define con voz serena y sobria.
En paralelo con sus obligaciones, Méndez comenzó a colaborar como voluntaria en el comedor Don Bosco. Promediaba la década de 1990 y cada vez se veían más niños en la calle. Empezaban a preocupar la adicción al pegamento y la marginalidad. Y Méndez se impacientaba porque el título profesional tardaba en llegar: “en el medio tuve que dejar de estudiar porque también debía mantener a mi hermano más chico. Empecé a trabajar en un bar, donde hacía de todo: era una mujer orquesta. Pero a los 25 años, por fin, me recibí”.
La fórmula da resultados
Sonriente y abierta a las preguntas, Méndez repasa su biografía con afecto. Se maravilla al escucharse hablar sobre sus comienzos como secretaria en un estudio jurídico. Después de conseguir los tres diplomas que otorga Derecho (procuradora, abogada y escribana), inició “la carrera” de la universidad de la calle. Litigaba en casi todos los fueros mientras hacía cuanto curso de capacitación con entrada libre impartía el Colegio de Abogados de la Capital. En el Consultorio Jurídico Gratuito de esa entidad se enamoró de los casos de familia. “Aunque ganaba lo suficiente para vivir, todavía no podía soñar con un posgrado”, precisa.
Siempre apegada a la fórmula de un paso y luego otro, Méndez concretó no una sino dos especializaciones (en Daños y Derecho Administrativo). Incluso empezó a enseñar Derecho del Transporte en la UNT. “Jamás me propuse acumular antecedentes para la judicatura: hice lo que hice por pasión y porque me gustaba perfeccionarme”, apunta.
Y Méndez advirtió que concursar era la manera de seguir creciendo. Así participó de un primer proceso de selección de empleados organizado por el ex juez federal subrogante Mario Racedo y, para su sorpresa, quedó entre los diez primeros. Ese resultado la empujó a inscribirse en el CAM. Concurso tras concurso, superó los miedos de principiante. En el medio, trabajó tres años como directora de Asuntos Legales en la Municipalidad de Monteros y entendió que, más que pleitear, el abogado debe pacificar y conciliar, y que la magistratura es un servicio público. “La gente espera soluciones del juez. Esa decisión, además de bien fundada, debe estar expresada en un lenguaje entendible”, opina. Méndez está segura de que, pese a las decepciones, todos los días aparecen razones para creer y confiar en la justicia. O, al menos, para seguir buscándola hasta torcer el curso de las estrellas, como soñaba el sabio Calamandrei.
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