Por Roberto Espinosa
14 Enero 2017
Su mirada se mira en la mirada del whisky en el bar del hotel. Se acaricia la barba. “Mi canto está lleno de imperfecciones. No tengo una gran voz. Mi voz es de boliches, de fogones y mi figura no es la de Gardel…” Se pone serio: “La democracia sólo se va a lograr cuando los problemas sociales sean eliminados. Vea, la enseñanza que recibimos acá es muy pobre. Nos hacen memorizar batallas, la vida de San Martín, pero no se enseña nada de la vida. Por eso somos inmaduros”. La mano le indica al mozo que les arrime dos “amarillos”. El interlocutor agradece, pero sólo le acepta un café: “una vez me encontré con Manuel Castilla, yo estaba preocupado por mis hijos. Entonces me dijo: ‘No te aflijás si no aprenden a estudiar, es más importante que aprendan a vivir’. Aprender a dar, ayudar al que necesita sin humillarlo, es lo más lindo que hay”.
El humo del cigarrillo despierta un pasado de pobreza en la infancia, de lavacopas y mozo en La Boca, de amores que brotan en canciones (quién pudiera saber por qué se quiere, porque el amor hasta de amor se queja y él no sabe ni borrar las lejanías). “Usted tiene buena voz pero no sabe cantar. Estudie un poco y venga a verme”, le aconseja un pianista en radio Prieto. El vino es un compañero de soledad y de encuentro.
Cuatreros, carboneros, villeras, obrajes de la injusticia, donde se agita el canto de la libertad. La muerte disfrazada de dictadura lo persigue, le quema los discos, quiere borrarlo del corazón del pueblo. México y España abrazan su destino de izquierda. Un tercer “amarillo” moja ahora sus pensamientos: “La función del poeta, del artista, es denunciar la injusticia para que el pueblo tome conciencia. El pueblo, con sus pocos o muchos elementos, ubica las cosas en su lugar y sabe cómo ubicar a sus cantores… Humildemente creo que este cantor representa algo, dice lo que el pueblo quisiera decir en el amor y en la lucha por la vida”.
Compromiso social, pasión, polenta. El canto en alto sacude multitudes. “Acompañame ahora a un asado en Alderetes, chango, haceme pata... quiero morirme cantando, bajo tu parra madura y que me entierren al alba, regao de vino mi tumba…”, me incita. El invierno está despabilando la siesta de ese jueves 10 de julio de 1986.
Ayer, se calló el corazón de Horacio Guarany y se murieron de espanto la esperanza, la luz y la alegría.
El humo del cigarrillo despierta un pasado de pobreza en la infancia, de lavacopas y mozo en La Boca, de amores que brotan en canciones (quién pudiera saber por qué se quiere, porque el amor hasta de amor se queja y él no sabe ni borrar las lejanías). “Usted tiene buena voz pero no sabe cantar. Estudie un poco y venga a verme”, le aconseja un pianista en radio Prieto. El vino es un compañero de soledad y de encuentro.
Cuatreros, carboneros, villeras, obrajes de la injusticia, donde se agita el canto de la libertad. La muerte disfrazada de dictadura lo persigue, le quema los discos, quiere borrarlo del corazón del pueblo. México y España abrazan su destino de izquierda. Un tercer “amarillo” moja ahora sus pensamientos: “La función del poeta, del artista, es denunciar la injusticia para que el pueblo tome conciencia. El pueblo, con sus pocos o muchos elementos, ubica las cosas en su lugar y sabe cómo ubicar a sus cantores… Humildemente creo que este cantor representa algo, dice lo que el pueblo quisiera decir en el amor y en la lucha por la vida”.
Compromiso social, pasión, polenta. El canto en alto sacude multitudes. “Acompañame ahora a un asado en Alderetes, chango, haceme pata... quiero morirme cantando, bajo tu parra madura y que me entierren al alba, regao de vino mi tumba…”, me incita. El invierno está despabilando la siesta de ese jueves 10 de julio de 1986.
Ayer, se calló el corazón de Horacio Guarany y se murieron de espanto la esperanza, la luz y la alegría.
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