Félix Piacentini - Director de la consultora Noanomics
El tema del impuesto a las Ganancias llama a la reflexión de varios aspectos que quizás no se estén considerando debidamente y que quedan opacados por la puja política de la que es objeto, y de la que lamentablemente no ha podido escapar. Cuesta pensar que la actual discusión sea más política que económica, utilizando Ganancias más como una forma de la oposición de mostrarle los dientes al gobierno, o quizás hasta morderlo, marcándole la cancha anticipadamente de cara la lucha electoral del año que viene.
Argentina es un país donde nos gusta discutir eternamente sobre temas que, a esta altura del partido, deberían estar más que zanjados. En pocos países, o ninguno, se abre el debate anualmente sobre un impuesto tan fundamental como Ganancias. Aquí todavía no nos hemos puesto de acuerdo sobre cómo queremos que sea: si los trabajadores deben o no pagarlo y qué grado de progresividad es el deseable. Al margen de que a veces nos enfrascamos en discusiones semánticas sobre si el salario es o no es ganancia, cuestión que podría resolverse tan fácilmente como renombrándolo como un impuesto a los ingresos, la idea es que pague más el que más gana y viceversa. Quizás sobre este punto tanto el proyecto oficial como el de la oposición, con media sanción, logran avanzar al actualizar las escalas e introduciendo alícuotas más progresivas. Es decir, resuelven la injusticia de que el camino hacia pagar la mayor alícuota era muy corto.
Ahora bien, debemos ser objetivos y tener en cuenta que en la Argentina el impuesto a las ganancias es un tributo que lamentablemente paga muy poca gente, sólo es alcanzado el 20% de trabajadores en blanco de mayores ingresos. Entonces surge una primera reflexión, ¿puede un país con un tercio de sus trabajadores en negro y un tercio de su población en la pobreza darse el lujo de reformar Ganancias para favorecer a los que más ganan antes de bajar otros tributos como el IVA o Ingresos Brutos, que beneficiarían más a los que menos tienen? Si empezamos al revés, por Ganancias, hagámoslo más justo dentro del universo de trabajadores alcanzados. Pero si la medida tiene un costo fiscal, implica que un impuesto de ricos cada vez lo paga menos gente. Además, y mirando un poco más allá de la General Paz, una modificación de Ganancias sin tener en cuenta las enormes disparidades de ingresos que presenta nuestra República ayuda más a la población urbana del centro del país, que además ya se beneficia más que el Interior con un tipo de cambio atrasado. Favorecer a las jurisdicciones más ricas en detrimento de las pobres, donde una porción mucho menor de los trabajadores son alcanzadas por el gravamen le quita el espíritu redistributivo y solidario que debería tener el tributo. Al ser Ganancias un recurso coparticipable, las provincias menos desarrolladas no se verían compensadas porque la masa a repartir disminuiría.
Tampoco parece ser la prioridad comenzar por Ganancias en un contexto en el que padecemos de una importante falta de competitividad y carga fiscal a la producción que limita severamente nuestro potencial de crecimiento. ¿El proyecto en discusión reduce nuestros costos? ¿Mejora la rentabilidad de nuestras economías regionales? No, y de nuevo habría que empezar por rebajar impuestos más distorsivos y dañinos para el sector productivo como Ingresos Brutos o el Impuesto al Cheque.
Bendita presión fiscal
Con una presión fiscal superior a la de países desarrollados como EEUU o Japón siempre es bueno disminuir carga impositiva, pero como el tamaño del Estado argentino ha adquirido una escala asfixiante lo deseable es que, cuando se decide dar de baja un ingreso, se piense inmediatamente en qué gasto se reducirá en la misma proporción. De lo contrario este bache fiscal se cubrirá con más endeudamiento externo (excluido por ahora el financiamiento creciente con emisión monetaria), agravando más el atraso cambiario que penaliza nuestra competitividad internacional. En este sentido, el remedio del proyecto de la oposición, que ya tiene media sanción, a esta brecha es peor que la enfermedad.
En primer lugar porque propone compensar la pérdida de ingresos fiscales de un impuesto coparticipable con otros que no lo son, achicándose por ende la masa a repartir de manera automática entre las provincias y agrandándose la porción que se distribuye de manera discrecional. Esto no hace más que disminuir su independencia financiera y política del poder central, que es justamente uno de las peores consecuencias negativas que tiene el actual régimen de coparticipación. Es cierto que la devolución de los 15 puntos fue un gran avance en este sentido, pero eso no justifica este retroceso ni ningún otro en el futuro.
En segundo lugar, los impuestos a crearse para contrarrestar la medida son anti crecimiento. Gravar los plazos fijos cuando en términos reales (descontando la inflación) el nivel de depósitos todavía no ha logrado recuperar los niveles de 2002, están un 10% por debajo, no parece ser sabio. Los depósitos son la “materia prima” de los préstamos. A menos depósitos, menos crédito, mayor tasa de interés, menos inversión, menos crecimiento, menos empleo. Justamente la falta de crédito es uno de los problemas más serios que enfrentan las economías regionales. Por otra parte, reimponer retenciones a la minería sería volver a pisarle la cabeza a uno de los sectores con mayor potencial de crecimiento, que además es un importante creador de empleo indirecto y divisas. También implicaría un curioso sentido de solidaridad, en el que provincias más pobres con recursos mineros transferirían ingresos a provincias ricas que no los tienen. Ni hablar del impacto negativo que la creación de impuestos tiene sobre el flujo esperado de inversiones. Cuando hace poco organizamos un Foro de Inversiones, en donde aseguramos a potenciales inversores que esta vez les íbamos a proveer estabilidad en las reglas de juego, cambiarlas con nuevos y malos impuestos tira por la borda nuestra credibilidad.
En definitiva la actual discusión por Ganancias no es ni prioritaria, ni solidaria, ni federal, ni pro crecimiento. Una reforma seria no debería ser rehén de la especulación política, sino que tendría que aspirar a alcanzar consensos más amplios y técnicamente más sólidos. Hoy la prioridad debería ser hacerlo más justo, componente que sí está incluido en la actualización de escalas y mayor progresividad de alícuotas, pero en la medida que se traduzca en un costo fiscal que se financie con menos masa coparticipable y peores impuestos agrava más problemas de los que remedia.