La carta completa:
De mi sangre la nutrí, con esfuerzo y con amor la di a luz, la protegí, la cuidé, la vi crecer, y la sostuve con mis manos y mi corazón. Luché en mi interior para darle alas sin apabullarla con mis temores. Reí con sus risas y más de una vez, cuando fue creciendo, nos enojamos y disentimos. A veces estaba cerca y a veces, creciendo, se me iba yendo como un barrilete con un hilo más largo. De pronto, una chispa de alegría, de su agudo humor, o una pena de su andar la traían de nuevo a mi regazo y me contaba cosas: piedras preciosas de su vida. Fresca, alegre, llena de vida. Pero alguien, algunos, decidieron que no viviera más.
Ellas, las dos
.
Aunque parezca mentira, muchas cosas nos vinculan, a mí y a ellos: esta condición humana con la que fuimos arrojados a la vida. Nos cruzará una historia (tal vez muy distinta), seres que amamos, algo cerca del buen corazón, sueños, sentimientos, y también dolores. Seres humanos al fin. Y sin embargo, un abismo nos separa, a mí de todos ellos, los que usaron y usan la violencia sin adjetivos contra el más débil, en este caso, mi hija, mis hijas, porque eran dos. Y son muchas más, muchos más.
Y sobrevuelo la violencia "de género". Porque el violento, hombre o mujer, lo es con todo aquel que encuentra a su paso en condiciones de mayor vulnerabilidad, por fuerza física, medios sociales o económicos, poder por jerarquía, status, vínculos, conocimientos habilitantes para ejercer influencias.
La violencia abierta o solapada la puede ejercer un jefe, un docente, un académico, un político, un conductor al volante, un empleado de seguridad, un padre o una madre frente a un niño, y tantas veces, un niño o varios frente a otro.
Definitivamente, un abismo se abre entre los que defienden la vida y los que la depredan. Mis manos acariciaron a mi hija; las suyas la hirieron de muerte. Ese abismo que separa lo humano de lo inhumano ("no-humano"), sólo puede ser salvado, zanjado por la justicia, que es verdad. La justicia que repara, que intenta sanar un poco, casi nada, desde la sociedad, la herida y el daño cometido. Por eso frente a la injusticia aparecen las consignas de "verdad y justicia" que son como dos caras de una misma moneda.
Pero la verdadera reparación viene de adentro. Adentro del corazón humano se hace justicia, cuando el que ha dañado se arrepiente y paga. Y esta es una experiencia que, me animo a decir, ha tenido todo ser humano que ha amado verdaderamente a alguien y le ha provocado un sufrimiento. ¡Cómo buscamos reparar con un gesto de amor, aunque escondido a veces, a quien hemos dañado porque nos duele su dolor y quisiéramos volver atrás el tiempo! Pero el tiempo no puede ser desandado. Es preciso construir desde lo que hemos hecho, o bien o mal. Desde esta experiencia nuestra que hemos vivido como familia, puedo contar cientos y cientos de personas que en nuestra pena han encontrado el camino para curar nuestras heridas de alguna manera
una flor, una palabra, un instante, una lágrima, una oración, un viaje, la sala que las recibió, las manos que las envolvieron, cubriendo con amor el infinito desamor de quienes les arrancaron la vida. Ellos levantaron frente a nuestros corazones heridos una bandera de paz.
La justicia, fundada en la verdad también es reparadora, pero sobre todo cuando paga el precio desde el arrepentimiento del corazón humano. Alguien dijo que uno de los acusados no dejaba de llorar sin alzar la vista. Me pregunto por qué. Tal vez la mirada transparente de nuestras hijas estará grabada como un sello de agua en sus ojos, ellos, los últimos que las vieron con vida. Quizás hubo otros. Sólo sé que esa mirada clama por la justicia de la reparación, la única que sirve en términos de eternidad. Porque trae el perdón. Sólo el perdón que nace de la justicia es el perdón verdadero
ese perdón que sana, libera, que supera el odio y el rencor. Y el perdón trae la paz.
Personalmente, me resisto a ver el sufrimiento de un ser humano, aunque esté pagando su culpa, como un bien o una satisfacción hacia mí o mi familia. Sí se lo debe a aquellas a quienes dañó mortalmente y también a sí mismo. Ese es su propio bien. Por ese precio pagado puede redimirse como ser humano: perdonarse a sí mismo y recibir el perdón. Porque sólo el perdón trae la paz, la verdadera paz, que en esta experiencia brutal nació de la violencia; y que debe, necesariamente, transitar el camino de la justicia y la reparación personal y social, y angostarse en un puente de perdón. Perdón trabajado, rezado, voluntariamente decidido e inundado con un río de lágrimas para llegar a una cumbre. Y esta es la paz que nos libera de las ataduras del odio y nos hace más humanos. Eso es hacer cumbre.
Mi hija, bella y luminosa, me va tironeando de la mano, "vamos, mami, vamos", porque yo me quedo a veces, muchas, llorando sentada en el camino de subida. Y me anima, poderosa: "vamos, ma, que vale la pena
". Hacer cumbre vale esta pena.
Cristina Menegazzo