Testigos verdaderos
Demasiado bajito y flaco, a Ricardo Dakuyaku, hijo de japoneses, más de un entrenador le aconsejó que dejara el rugby y eligiera otro deporte. Pero Daku, duro como un roble, fue medio scrum en una gira a Europa de 1975 que fue clave para el ascenso ese mismo año de San Luis a Primera. En el clásico platense del año siguiente contra La Plata Rugby Club, salvó un try con un tackle notable contra los 80 kilos de Carlone Scarpinelli. Lideró al equipo y los hinchas cantaron “A la lata/ a latero/ La Plata está bailando/ al compás del tintorero”. La tintorería, en 44 y 8, era atendida por papá Chokei, nacido en la isla de Okinawa en 1931, y mamá Yoghi, cuyo primer marido desapareció en la Segunda Guerra Mundial, igual que una pequeña hija. Jamás podría haber imaginado que, algunas décadas después, Daku, el primero de los tres hijos que tuvo con Chokei, también desaparecería. En Argentina. Casi 40 años atrás.

La historia de Ricardo Dakuyaku aparece en el libro flamante “No sabían que somos semillas”, del periodista Andrés Asato, sobre los 17 desaparecidos de la colectividad japonesa en los años de plomo. El más recordado es el atleta tucumano Miguel Sánchez, pero todos los años aparecen historias de deportistas que forman parte de la lista del horror. También en La Plata desapareció el correntino Víctor Hugo Lomónaco, según me cuentan, el atleta juvenil más ligero en los 100 metros cuando lo secuestraron en octubre de 1976. Su nombre está en el listado de “Huellas”, un libro de 2010 sobre estudiantes desaparecidos de la Universidad Nacional de La Plata. Figura también el nombre de Pedro Alfredo “Bocha” Disalvo, de Tolosa, estudiante de medicina, crack para todos los deportes. Jugó básquet en el Club Platense, handbol en el Colegio Nacional y vóleibol en la Primera de Estudiantes, donde ganó torneos y fue preseleccionado para la Selección argentina, hasta que pasó a Gimnasia y Esgrima, como “profesional”, casi pionero. Se lo llevaron de su casa en junio de 1977, después de aprobar Microbiología. “La memoria -dijo una vez el neurobiólogo francés Jean Pierre Changeaux- no es sólo huella, sino también el recuerdo de esa huella”.

“Huellas” cuenta también los casos ya más conocidos de los rugbiers de La Plata Rugby Club, entre otros, Alfredo Revoredo, alumno brillante, y Santiago Sánchez Viamonte. El libro abrió pistas que profundizó de modo notable el periodista Claudio Gómez, en su gran libro de 2015 “Maten al rugbier. La historia detrás de los 20 desaparecidos de La Plata Rugby Club”.

La cacería entre 1975 y 1978 a rugbiers de entre 17 y 31 años, todos de un mismo club, una historia tan increíble que hasta fue caso de documental para la TV de Italia. Imposible no conmoverse con la entrevista de Gómez a Velia Oliva, madre de Jorge Moura, hermana de los fundadores del grupo Virus; con la historia de Monona, abuela anarquista de Mario Mercader; de Ana Demarchi, que siguió pagando al cobrador del club durante 25 años la cuota social de su hijo, Rodolfo Axat, hasta que en 2002 también ella murió. “Fueron 25 años de espera, 25 años de resistencia, 25 años de madre”, escribe Gómez, que viajó durante dos años de Lanús a La Plata, se involucró personalmente con cada historia y así le dio más compromiso, calidez y emotividad a su texto. Cómo no comprender a la hija que se inventa recuerdos, o al hermano que borró todo. “Elegir entre la vida o la memoria”, dicen algunos filósofos, que hablan del “olvido necesario”, pero no del que se convierte “en peligrosa amnesia”.

El libro no omite ni santifica. Cuenta que tres de los rugbiers participaron del recordado ataque al Regimiento de Monte Chingolo y que otro cayó en combate en Tucumán, todavía en democracia, antes del golpe del 24 de marzo, pero cuando la Triple A había iniciado la cacería en los años ’70, violentos pero en los que también el compromiso social y la simple solidaridad implicaban boleto al secuestro, tormento y desaparición. Uno de los momentos más emotivos del libro es cuando Araceli Rocca hace escuchar al autor un casete en el que su hermano Hernán, Pumita, el primero de los 20 rugbiers desaparecidos, le canta canciones de amor a su novia. Araceli escribió luego su propio libro, también en 2015, “Silencio de familia”, un diálogo conmovedor de 129 páginas con Hernán, acribillado de 21 balazos el Viernes Santo de 1975 por un comando de la ultraderecha peronista. El “Silencio de familia”, le escribe Araceli a Hernán, es porque “no nombrarte era el tácito pacto familiar para que no nos dolieras”.

Hernán Rocca, igual que el “Che” Guevara, también rugbier (jugó en el SIC pese al asma), escribió sus diarios como jugador. “Amarillo, lindo color, amarillo, lindo color”, escribe feliz por el famoso equipo de La Plata campeón del Seven a side nocturno de Daom en 1973. Militante de la Juventud Universitaria Peronista, escribe también sobre el juego ético, solidario y colectivo. Sobre las funciones de cada puesto. Y se maravilla con las visitas de equipos franceses e ingleses. “Todos nos admiramos al ver la calidad de ese rugby y hemos descubierto algunas cosas nuevas: el rugby bien jugado –dice Hernán- es altamente espectacular. En nuestras provincias, generalmente, se ve un juego cerrado. Si esta gente pudiera ver a los equipos que juegan un juego abierto, entonces el rugby ganaría muchos adeptos”.

Ahí están ahora Pumas y Jaguares, 40 años después, dándole razón a su esperanza de un rugby que juega más y especula menos.

El rugby, con sus politizados estudiantes de la universidad pública en La Plata, es el deporte con mayor número de desaparecidos. Cine y TV nos ofrecieron en los últimos meses la historia del Puma Alejandro Puccio, su padre asesino y secuestrador, un costado que privilegió el relato del rugby más elitista, en la San Isidro bien, aunque la familia del winger del CASI, por mucho que se empeñara, no pertenecía exactamente a las élites porteñas. Unos años atrás, en un acto en el Senado bonaerense, que homenajeó también a los rugbiers desaparecidos y al gran primer libro de Gustavo Veiga (Deportes, desaparecidos y dictadura), Pedro Troglio se declaró orgulloso de compartir escenario con las Madres de Plaza de Mayo. También estaban en la sala el ex Boca José María “Pampa” Calvo, el campeón mundial juvenil de Japón 79 Hugo Alves y el exSan Lorenzo Fernando Moner. Antes de eso, en el año 2000, me habían invitado a una charla sobre deporte y política en la Universidad de las Madres. El otro invitado era Facundo Sava. El “Colorado”, actual DT de Racing, había anotado el día previo cuatro goles en un increíble empate 6-6 de Gimnasia contra Colón. Era el hombre más buscado ese día por los medios. “Imposible que venga”, le dije a los organizadores. Allí estaba el “Colorado” cinco minutos después, contradiciendo mi pronóstico.

Antes de suicidarse en 1987, a los 67 años, el escritor italiano Primo Levi, sobreviviente de los campos de concentración nazis, escribió que “los verdaderos testigos son los que están muertos”. Fue un homenaje a las víctimas. Y un compromiso a los vivos de mantener vigente ese testimonio, para ayudar a los que hacen del Pozo de Quilmes un “bache”. “Olvidar a los muertos -escribió Elie Wiesel- es matarlos de nuevo”. Al historiador francés Henry Rouso le preguntaron una vez qué hacer con sus colegas que negaban el Holocausto. “No son historiadores -espondió-, son negacionistas”.

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