16 Enero 2016
RESTOS DE OBJETOS ENTERRADOS. En el sitio de Ibatín se encontraron, ya en el siglo XX, varios restos de la vida doméstica colonial. la gaceta / archivo
Durante el siglo XVI Ibatín denominaba, para las poblaciones nativas, la porción de tierra llana que se ubicaba a la salida de la Quebrada del Portugués. Una puerta natural por donde bajaban y subían los pueblos de la zona. Posiblemente el nombre hacía alusión a la fertilidad de ese campo o incluso a que la tierra ya estaba sembrada. Los colonizadores españoles tuvieron en cuenta siempre estas características, al punto de fundar en el sitio al menos dos poblaciones. La última fue San Miguel de Tucumán, en 1565, por orden del gobernador Francisco de Aguirre, que debía ejecutar su sobrino Diego de Villarroel.
Fundación
A la llegada de Villarroel, ya estaba comenzado el trabajo de desmonte de lo que sería el núcleo central de la ciudad; incluso se estaban preparando varios solares. El fundador repetía siempre las mismas palabras: se invocaba el nombre del rey y la protección de Dios, se daba nombre a la ciudad y se clavaba en la tierra el “Árbol de la Justicia”, en el centro de la plaza principal.
Los pasos que seguía la ceremonia eran de una fórmula casi teatral. El capitán fundador, el escribano y los futuros miembros del Cabildo formaban la cartelera principal. A la dotación de pueblo la daban unos 25 españoles, que se estipulaban mínimos y necesarios para fundar una ciudad, más un número incierto de pobladores nativos o esclavos.
A lo formal de la ceremonia seguía la realidad del trabajo. Abrir calles, levantar casas y cultivar la tierra. Las cuadras eran de 166 varas de largo: unos 140 metros. Las casas eran de madera y adobe, con techo de paja. Los terrenos particulares ocupaban un cuarto de la manzana, con suficiente espacio para tener huertas y algún animal.
Fortificación
La ocupación de tierras fértiles y la utilización de nativos como mano de obra obligada traía pronto problemas. Se generaban continuas tensiones con los poblados cercanos, sumiendo a la ciudad en un estado de permanente beligerancia. Por eso se la rodeaba con un cercado hecho de troncos “a pique”. Hacia afuera de esa empalizada se había desmontado y apisonado un perímetro de unos 20 metros de ancho por donde se hacían rondas de vigilancia. Al fin de cuentas, una ciudad que servía de asentamiento urbano y de baluarte.
Mientras en la ciudad cabecera -Santiago del Estero, capital de la Gobernación- se producía todo tipo de rencillas políticas, que muchas veces terminaban en sangre, las hortalizas, los tejidos y el trabajo carpintero hacían sobrevivir a San Miguel. Su aspecto era muy austero si tenemos en cuenta que para 1570 la iglesia mayor todavía no tenía campanas ni ornamentos. Como un adelanto, se construyeron dos molinos y un taller de tejas. Ya sabemos que este baluarte se convertiría en una ciudad de comerciantes, agricultores, criadores y fleteros, y que 120 años después sería trasladado a otro sitio.
Hoy el nombre Ibatín figura en la listas del Ente Tucumán Turismo como “Ruinas de Ibatín”, un sitio arqueológico a 10 kilómetros al sur de Monteros. Se llega por la vieja ruta 38. A la altura de la localidad de León Rougés se toma hacia el cerro por un camino señalizado.
Restos
En 1928, el filósofo Alberto Rougés le agradecía a Lizondo Borda el haberle dado su “primera lección de arqueología”, en “las ruinas de San Miguel, cubiertas ya de un metro de humus”, donde decía haber “visto fraternizar utensilios de españoles y de diaguitas”. En 1965, la zona fue desmontada tan salvajemente que con seguridad se destrozó gran parte del patrimonio. En 2012 se inauguró un Centro de Información Turística, con la intención de cuidar lo poco que queda: los cimientos de piedra bola del Cabildo y de las cuatros iglesias del pueblo: la mayor, la mercedaria, la franciscana y la jesuita. Todo rodeado por esa selva subtropical que es típica del pedemonte de las Sierras del Aconquija. El lugar es un paraíso, al que se entra con spray o cremas para mosquitos. Al lado pasa el río Pueblo Viejo, que recibe ese nombre justamente por la primera población tucumana. Antes y durante mucho tiempo se lo había conocido como río El Tejar, por aquella precaria fábrica de tejas. Para terminar con los nombres, tengamos en cuenta que las ruinas, en realidad, no son de una ciudad llamada Ibatín. Son las ruinas de San Miguel de Tucumán que, extrañamente, está en ruinas y en pie al mismo tiempo.
Fundación
A la llegada de Villarroel, ya estaba comenzado el trabajo de desmonte de lo que sería el núcleo central de la ciudad; incluso se estaban preparando varios solares. El fundador repetía siempre las mismas palabras: se invocaba el nombre del rey y la protección de Dios, se daba nombre a la ciudad y se clavaba en la tierra el “Árbol de la Justicia”, en el centro de la plaza principal.
Los pasos que seguía la ceremonia eran de una fórmula casi teatral. El capitán fundador, el escribano y los futuros miembros del Cabildo formaban la cartelera principal. A la dotación de pueblo la daban unos 25 españoles, que se estipulaban mínimos y necesarios para fundar una ciudad, más un número incierto de pobladores nativos o esclavos.
A lo formal de la ceremonia seguía la realidad del trabajo. Abrir calles, levantar casas y cultivar la tierra. Las cuadras eran de 166 varas de largo: unos 140 metros. Las casas eran de madera y adobe, con techo de paja. Los terrenos particulares ocupaban un cuarto de la manzana, con suficiente espacio para tener huertas y algún animal.
Fortificación
La ocupación de tierras fértiles y la utilización de nativos como mano de obra obligada traía pronto problemas. Se generaban continuas tensiones con los poblados cercanos, sumiendo a la ciudad en un estado de permanente beligerancia. Por eso se la rodeaba con un cercado hecho de troncos “a pique”. Hacia afuera de esa empalizada se había desmontado y apisonado un perímetro de unos 20 metros de ancho por donde se hacían rondas de vigilancia. Al fin de cuentas, una ciudad que servía de asentamiento urbano y de baluarte.
Mientras en la ciudad cabecera -Santiago del Estero, capital de la Gobernación- se producía todo tipo de rencillas políticas, que muchas veces terminaban en sangre, las hortalizas, los tejidos y el trabajo carpintero hacían sobrevivir a San Miguel. Su aspecto era muy austero si tenemos en cuenta que para 1570 la iglesia mayor todavía no tenía campanas ni ornamentos. Como un adelanto, se construyeron dos molinos y un taller de tejas. Ya sabemos que este baluarte se convertiría en una ciudad de comerciantes, agricultores, criadores y fleteros, y que 120 años después sería trasladado a otro sitio.
Hoy el nombre Ibatín figura en la listas del Ente Tucumán Turismo como “Ruinas de Ibatín”, un sitio arqueológico a 10 kilómetros al sur de Monteros. Se llega por la vieja ruta 38. A la altura de la localidad de León Rougés se toma hacia el cerro por un camino señalizado.
Restos
En 1928, el filósofo Alberto Rougés le agradecía a Lizondo Borda el haberle dado su “primera lección de arqueología”, en “las ruinas de San Miguel, cubiertas ya de un metro de humus”, donde decía haber “visto fraternizar utensilios de españoles y de diaguitas”. En 1965, la zona fue desmontada tan salvajemente que con seguridad se destrozó gran parte del patrimonio. En 2012 se inauguró un Centro de Información Turística, con la intención de cuidar lo poco que queda: los cimientos de piedra bola del Cabildo y de las cuatros iglesias del pueblo: la mayor, la mercedaria, la franciscana y la jesuita. Todo rodeado por esa selva subtropical que es típica del pedemonte de las Sierras del Aconquija. El lugar es un paraíso, al que se entra con spray o cremas para mosquitos. Al lado pasa el río Pueblo Viejo, que recibe ese nombre justamente por la primera población tucumana. Antes y durante mucho tiempo se lo había conocido como río El Tejar, por aquella precaria fábrica de tejas. Para terminar con los nombres, tengamos en cuenta que las ruinas, en realidad, no son de una ciudad llamada Ibatín. Son las ruinas de San Miguel de Tucumán que, extrañamente, está en ruinas y en pie al mismo tiempo.
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