05 Diciembre 2015
MUJERES QUE RETORNARON. Hanna Zavorotnya, Maria Zagorna y Maria Shovkutaque viven en el área de exclusión. foto de Yuli Solsken / The New York Times.
George Johnson / The New York Times
Mientras caminábamos entre las casas vacías de Zalesye, lo último que esperaba ver era a un habitante. Sin embargo, de repente, ahí estaba. Dando zancadas desde su cabaña, con unas botas pesadas, pañuelo amarrado en la cabeza, Rosalía nos saludó en ucraniano y orgullosamente nos mostró su sembradío de papas.
La única habitante del pueblo es una de alrededor de 100 personas mayores, en su mayoría mujeres, que todavía viven en la zona de exclusión de Chernóbil: los 2,590 kilómetros cuadrados de Ucrania que se evacuaron en 1986, después del catastrófico accidente en una plante de energía nuclear.
En 2011, se abrió oficialmente la zona a los visitantes y el año pasado me uní a un grupo para hacer una visita en un viaje de dos días por la zona. En otro pueblo, nuestro guía nos presentó a María, quien dijo que celebraría su cumpleaños 86 ese julio. “Venga a verme por el 16”, dijo con una sonrisa desdentada. “Vamos a bailar”.
En diciembre, en Estocolmo, se le otorgará el Premio Nobel de Literatura a Svetlana Alexievich, mejor conocida por Voices From Chernobyl, una conmovedora historia oral de miles de familias desplazadas de sus casas debido al desastre. Un nuevo documental, The Babushkas of Chernobyl, dirigido por Holly Morris y Anne Bogart, cuenta una historia distinta, la de animosas mujeres que insistieron en regresar.
Comen vegetales que cultivan en sus jardines, y moras y hongos que recogen en el bosque.
“Tener hambre es lo que me espanta; no la radiación”, confiesa ante la cámara Hanna Zavorotnya, de 83 años, sentada afuera de su casa, pelando hongos para saltearlos con cebolla. Saca agua de su pozo, mientras picotean por el patio las gallinas que tiene para obtener huevos.
Como muchas “babushkas”, era una infanta cuando ocurrió la hambruna en tiempos de Stalin; y una escolar cuando marcharon los nazis por Ucrania. Sobrevivieron a sus maridos y, en algunos casos, aguantaron el cáncer tiroideo. Al final, la mayoría murió de apoplejías y las complicaciones comunes de la vejez.
“La zona de exclusión no es una prisión”, manifiesta Valentina Ivanivna, de 75 años, en la película mientras pesca en el río Pirpyat, que corre cerca de la planta nuclear. Es experta en hierbas medicinales que su abuela le enseñó a recoger en el bosque. La vida aquí, cree ella, es más saludable que en la ciudad.
“En Kiev me habría muerto hace tiempo, más de cinco veces”, calcula. “Cada coche libera toda la tabla periódica al aire y tú inhalas eso a tus pulmones”.
Luego la vemos en un centro médico, sentada en la silla de un espectrómetro de radiación para que le revisen el nivel de cesio.
“Está usted muy bien”, le asegura el técnico del laboratorio. Le recuerda lo que ella ya sabe: que la radiación es peligrosa. Los hongos, que contienen radionucleidos del suelo, son especialmente sospechosos. Sin embargo, existen otras consideraciones -”factores sociopsicológicos”, los llama él- que afectan a la salud humana.
Fauna y estudios
Iguales de resistente que las “babushkas” son los animales silvestres de la región. Un estudio reciente, publicado por Current Biology, concluye que los alces, venados, jabalíes y lobos no sólo están sobreviviendo, sino que están prosperando.
“Sin importar los efectos potenciales de la radiación en animales en lo individual”, concluyeron los investigadores, “la zona de exclusión de Chernóbil sustenta a una abundante comunidad de mamíferos después de tres décadas de exposición crónica a la radiación”.
Como indica otra investigación, está más que compensado el efecto colateral con la salida de decenas de miles de campesinos y de cazadores, que compitieron alguna vez por los recursos de la tierra. “Cuando se quitó a los humanos, floreció la naturaleza”, concluye el estudio del 2007 sobre las consecuencias de Chernóbil.
El accidente, claro, ha tenido muchos efectos dañinos. Desde un principio, cerca de 30 bomberos murieron por la intensa radiación y, después, se tuvo que tratar de cáncer tiroideo a 6.000 personas expuestas en la infancia. La Organización Mundial de la Salud ha pronosticado que la radiación podría, al final, causar 4.000 muertes prematuras por cáncer. Sin embargo, nadie sabe realmente.
Eso sí: los sstudios epidemiológicos son inherentemente inciertos, hasta el punto en el que lo sustenta Mary Mycio, la autora de Wormwood Forest: A Natural History of Chernobyl, en el documental. “Todos los estudios médicos tienen fallas, y fallas de tal tipo que los partidarios en ambos lados del debate nuclear pueden argüir que demuestran su punto”, sostiene. “No vienes para tener respuesta claras”.
Lo que ella describió pasa ahora en Fukushima, Japón. El consenso científico es que, probablemente, la radiación no causará casos excesivos de cáncer tiroideo infantil como pasó en Chernóbil, según un informe dado a conocer en agosto por el Organismo Internacional de Energía Atómica. Las exposiciones fueron mucho menores y el gobierno japonés tomó medidas rápidamente para desalentar el consumo de leche y otros alimentos que concentran el yodo radiactivo.
Sin embargo, en un ensayo publicado en octubre en la revista Epidemiology se dice que se descubrió una epidemia de cáncer tiroideo que, de alguna forma, había pasado desapercibida. Activistas antinucleares han aprovechado los resultados y los escépticos los han refutado porque encuentran fallas en la metodología. Argumentan en forma persuasiva que la epidemia es una ilusión.
Bajo las capas de giros e interpretaciones, hay, presumiblemente, una verdad poco clara. Cuando se trata de vivir en la Tierra, las “babushkas” de Chernóbil lo tienen resuelto. La vida, lo saben muy adentro, es una cuestión de equilibrar los riesgos.
Mientras caminábamos entre las casas vacías de Zalesye, lo último que esperaba ver era a un habitante. Sin embargo, de repente, ahí estaba. Dando zancadas desde su cabaña, con unas botas pesadas, pañuelo amarrado en la cabeza, Rosalía nos saludó en ucraniano y orgullosamente nos mostró su sembradío de papas.
La única habitante del pueblo es una de alrededor de 100 personas mayores, en su mayoría mujeres, que todavía viven en la zona de exclusión de Chernóbil: los 2,590 kilómetros cuadrados de Ucrania que se evacuaron en 1986, después del catastrófico accidente en una plante de energía nuclear.
En 2011, se abrió oficialmente la zona a los visitantes y el año pasado me uní a un grupo para hacer una visita en un viaje de dos días por la zona. En otro pueblo, nuestro guía nos presentó a María, quien dijo que celebraría su cumpleaños 86 ese julio. “Venga a verme por el 16”, dijo con una sonrisa desdentada. “Vamos a bailar”.
En diciembre, en Estocolmo, se le otorgará el Premio Nobel de Literatura a Svetlana Alexievich, mejor conocida por Voices From Chernobyl, una conmovedora historia oral de miles de familias desplazadas de sus casas debido al desastre. Un nuevo documental, The Babushkas of Chernobyl, dirigido por Holly Morris y Anne Bogart, cuenta una historia distinta, la de animosas mujeres que insistieron en regresar.
Comen vegetales que cultivan en sus jardines, y moras y hongos que recogen en el bosque.
“Tener hambre es lo que me espanta; no la radiación”, confiesa ante la cámara Hanna Zavorotnya, de 83 años, sentada afuera de su casa, pelando hongos para saltearlos con cebolla. Saca agua de su pozo, mientras picotean por el patio las gallinas que tiene para obtener huevos.
Como muchas “babushkas”, era una infanta cuando ocurrió la hambruna en tiempos de Stalin; y una escolar cuando marcharon los nazis por Ucrania. Sobrevivieron a sus maridos y, en algunos casos, aguantaron el cáncer tiroideo. Al final, la mayoría murió de apoplejías y las complicaciones comunes de la vejez.
“La zona de exclusión no es una prisión”, manifiesta Valentina Ivanivna, de 75 años, en la película mientras pesca en el río Pirpyat, que corre cerca de la planta nuclear. Es experta en hierbas medicinales que su abuela le enseñó a recoger en el bosque. La vida aquí, cree ella, es más saludable que en la ciudad.
“En Kiev me habría muerto hace tiempo, más de cinco veces”, calcula. “Cada coche libera toda la tabla periódica al aire y tú inhalas eso a tus pulmones”.
Luego la vemos en un centro médico, sentada en la silla de un espectrómetro de radiación para que le revisen el nivel de cesio.
“Está usted muy bien”, le asegura el técnico del laboratorio. Le recuerda lo que ella ya sabe: que la radiación es peligrosa. Los hongos, que contienen radionucleidos del suelo, son especialmente sospechosos. Sin embargo, existen otras consideraciones -”factores sociopsicológicos”, los llama él- que afectan a la salud humana.
Fauna y estudios
Iguales de resistente que las “babushkas” son los animales silvestres de la región. Un estudio reciente, publicado por Current Biology, concluye que los alces, venados, jabalíes y lobos no sólo están sobreviviendo, sino que están prosperando.
“Sin importar los efectos potenciales de la radiación en animales en lo individual”, concluyeron los investigadores, “la zona de exclusión de Chernóbil sustenta a una abundante comunidad de mamíferos después de tres décadas de exposición crónica a la radiación”.
Como indica otra investigación, está más que compensado el efecto colateral con la salida de decenas de miles de campesinos y de cazadores, que compitieron alguna vez por los recursos de la tierra. “Cuando se quitó a los humanos, floreció la naturaleza”, concluye el estudio del 2007 sobre las consecuencias de Chernóbil.
El accidente, claro, ha tenido muchos efectos dañinos. Desde un principio, cerca de 30 bomberos murieron por la intensa radiación y, después, se tuvo que tratar de cáncer tiroideo a 6.000 personas expuestas en la infancia. La Organización Mundial de la Salud ha pronosticado que la radiación podría, al final, causar 4.000 muertes prematuras por cáncer. Sin embargo, nadie sabe realmente.
Eso sí: los sstudios epidemiológicos son inherentemente inciertos, hasta el punto en el que lo sustenta Mary Mycio, la autora de Wormwood Forest: A Natural History of Chernobyl, en el documental. “Todos los estudios médicos tienen fallas, y fallas de tal tipo que los partidarios en ambos lados del debate nuclear pueden argüir que demuestran su punto”, sostiene. “No vienes para tener respuesta claras”.
Lo que ella describió pasa ahora en Fukushima, Japón. El consenso científico es que, probablemente, la radiación no causará casos excesivos de cáncer tiroideo infantil como pasó en Chernóbil, según un informe dado a conocer en agosto por el Organismo Internacional de Energía Atómica. Las exposiciones fueron mucho menores y el gobierno japonés tomó medidas rápidamente para desalentar el consumo de leche y otros alimentos que concentran el yodo radiactivo.
Sin embargo, en un ensayo publicado en octubre en la revista Epidemiology se dice que se descubrió una epidemia de cáncer tiroideo que, de alguna forma, había pasado desapercibida. Activistas antinucleares han aprovechado los resultados y los escépticos los han refutado porque encuentran fallas en la metodología. Argumentan en forma persuasiva que la epidemia es una ilusión.
Bajo las capas de giros e interpretaciones, hay, presumiblemente, una verdad poco clara. Cuando se trata de vivir en la Tierra, las “babushkas” de Chernóbil lo tienen resuelto. La vida, lo saben muy adentro, es una cuestión de equilibrar los riesgos.
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