20 Septiembre 2015
“¿Por qué me hinchas las bolas en mi turno?”, repite y reitera el policía mientras sopapea, tira de los cabellos y patea a un joven. Las imágenes difundidas por LA GACETA, de un uniformado que insulta y golpea a un joven evidentemente indefenso, aparentemente menor de edad, en una dependencia policial, trasciende al caso individual y golpea al conjunto de la sociedad, incluso a los que se muestran indiferentes a esta realidad cotidiana.
No dudamos de que las autoridades competentes habrán tomado rápidamente cartas en el asunto, de que separarán al efectivo de la fuerza y de que, seguramente, deberá afrontar un juicio por alguna de las causas que prevé el Código Penal. Sin embargo, desde mi perspectiva, el caso no termina allí y exige un profundo replanteo.
La primera pregunta que me viene a la mente: ¿se trata de un caso aislado o forma parte de las prácticas habituales de las fuerzas de seguridad con algunos ciudadanos? En torno al interrogante vuela un imaginario, que no es sencillo de verificar, que afirma que la brutalidad policial es sistemática. La repetición de denuncias de episodios de esta índole (recordemos la similar situación ocurrida en septiembre de 2014, también filmada), la exhibición de rostros amoratados, ojos en compota, espaldas flageladas, transforma ese imaginario en una certeza tangible.
El segundo interrogante es si esta es la forma en que las fuerzas de seguridad suponen que se puede garantizar la coexistencia y razonables niveles de paz social y, por necesaria añadidura, si esta es la forma en que el Estado tucumano pretende afrontar los conflictos sociales. Para los que nos encontramos convencidos que el Estado tiene el deber legal y moral de superioridad ética frente al delito, a riesgo de convertirse también en delincuente, la respuesta será siempre negativa.
La democracia contemporánea tiene diversas asignaturas pendientes pero, probablemente, una de las más acuciantes, es la de desactivar definitivamente las diferentes expresiones de violencia institucional y, principalmente, la que se ejerce contra personas vulneradas. Me refiero, naturalmente, al accionar de las fuerzas de seguridad que hacen de la vía pública un territorio liberado a sus designios y a la situación carcelaria en general, que son los ámbitos donde se verifican las más graves violaciones a los derechos humanos. Y me apresuro a señalar que los derechos humanos son únicos e indivisibles, para delincuentes y víctimas, ricos y pobres, jóvenes y ancianos.
Los tucumanos en particular y los argentinos en general (ya que esta es una realidad que no se circunscribe a la provincia aludida) merecemos diseños institucionales que para garantizar la seguridad pública no atenten contra valores de similar o superior jerarquía. Necesitamos construir sociedades que tiendan puentes, que incluyan, que es la única forma de lograr una convivencia duradera. Y, estamos convencidos que es perfectamente factible lograrlo, con decisión política, sin hacernos los distraídos, comenzando por desmontar los mecanismos de la violencia que, como hemos aprendido a sangre y fuego, sólo engendran más violencia.
No dudamos de que las autoridades competentes habrán tomado rápidamente cartas en el asunto, de que separarán al efectivo de la fuerza y de que, seguramente, deberá afrontar un juicio por alguna de las causas que prevé el Código Penal. Sin embargo, desde mi perspectiva, el caso no termina allí y exige un profundo replanteo.
La primera pregunta que me viene a la mente: ¿se trata de un caso aislado o forma parte de las prácticas habituales de las fuerzas de seguridad con algunos ciudadanos? En torno al interrogante vuela un imaginario, que no es sencillo de verificar, que afirma que la brutalidad policial es sistemática. La repetición de denuncias de episodios de esta índole (recordemos la similar situación ocurrida en septiembre de 2014, también filmada), la exhibición de rostros amoratados, ojos en compota, espaldas flageladas, transforma ese imaginario en una certeza tangible.
El segundo interrogante es si esta es la forma en que las fuerzas de seguridad suponen que se puede garantizar la coexistencia y razonables niveles de paz social y, por necesaria añadidura, si esta es la forma en que el Estado tucumano pretende afrontar los conflictos sociales. Para los que nos encontramos convencidos que el Estado tiene el deber legal y moral de superioridad ética frente al delito, a riesgo de convertirse también en delincuente, la respuesta será siempre negativa.
La democracia contemporánea tiene diversas asignaturas pendientes pero, probablemente, una de las más acuciantes, es la de desactivar definitivamente las diferentes expresiones de violencia institucional y, principalmente, la que se ejerce contra personas vulneradas. Me refiero, naturalmente, al accionar de las fuerzas de seguridad que hacen de la vía pública un territorio liberado a sus designios y a la situación carcelaria en general, que son los ámbitos donde se verifican las más graves violaciones a los derechos humanos. Y me apresuro a señalar que los derechos humanos son únicos e indivisibles, para delincuentes y víctimas, ricos y pobres, jóvenes y ancianos.
Los tucumanos en particular y los argentinos en general (ya que esta es una realidad que no se circunscribe a la provincia aludida) merecemos diseños institucionales que para garantizar la seguridad pública no atenten contra valores de similar o superior jerarquía. Necesitamos construir sociedades que tiendan puentes, que incluyan, que es la única forma de lograr una convivencia duradera. Y, estamos convencidos que es perfectamente factible lograrlo, con decisión política, sin hacernos los distraídos, comenzando por desmontar los mecanismos de la violencia que, como hemos aprendido a sangre y fuego, sólo engendran más violencia.
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