22 Agosto 2015
Era muy fácil hacerse amigo de Daniel. Un tipo abierto, cariñoso, cálido, generoso. Humilde. Durante casi cuatro décadas nos vimos poco, pero cada encuentro tenía una intensidad tremenda. Conversábamos de todo y sobre todo; él escuchaba mucho, con una atención genuina, al punto que jamás olvidaba los detalles de las cosas que le contábamos. Muchas veces nos interrumpía algún fanático de Les Luthiers, que quería un autógrafo o sacarse una foto con él. Daniel siempre accedía de buen grado, con amabilidad y simpatía.
A lo largo de los años, pude conocer a Neneco (era el apodo familiar de Daniel, el que usaba en su dirección personal de mail). Pude disfrutar de su sensibilidad, compartir su preocupación por el mundo que les estamos dejando a nuestros hijos (últimamente, a nuestros nietos), discutir sobre música, cine o teatro, apreciar desde una perspectiva diferente la dimensión de un artista cabal, admirar la humildad de un profesional con todas las letras. Pero por sobre todas las cosas, pude compartir muchas horas con un ser humano absolutamente querible, uno de esos hermanos que la vida y no la sangre nos ponen (afortunadamente) en el camino.
Te agradezco muchas cosas, Neneco. Desde ese inolvidable tour para conocer de cerca los instrumentos informales de Les Luthiers entre las bambalinas del teatro San Martín, o las charlas en tu camarín del teatro Coliseo entre dos funciones, o tu interés por mi opinión acerca de un espectáculo del grupo, hasta el inapreciable consejo de no ponerle limón al asado y el gusto por la ensalada de endivias.
Y te saludo. Sin lágrimas, porque me las gasté a todas llorando de risa al compartir esa forma de la felicidad que para millones de espectadores de todo el mundo han sido Les Luthiers. Chau, Neneco. Gracias, Daniel.
A lo largo de los años, pude conocer a Neneco (era el apodo familiar de Daniel, el que usaba en su dirección personal de mail). Pude disfrutar de su sensibilidad, compartir su preocupación por el mundo que les estamos dejando a nuestros hijos (últimamente, a nuestros nietos), discutir sobre música, cine o teatro, apreciar desde una perspectiva diferente la dimensión de un artista cabal, admirar la humildad de un profesional con todas las letras. Pero por sobre todas las cosas, pude compartir muchas horas con un ser humano absolutamente querible, uno de esos hermanos que la vida y no la sangre nos ponen (afortunadamente) en el camino.
Te agradezco muchas cosas, Neneco. Desde ese inolvidable tour para conocer de cerca los instrumentos informales de Les Luthiers entre las bambalinas del teatro San Martín, o las charlas en tu camarín del teatro Coliseo entre dos funciones, o tu interés por mi opinión acerca de un espectáculo del grupo, hasta el inapreciable consejo de no ponerle limón al asado y el gusto por la ensalada de endivias.
Y te saludo. Sin lágrimas, porque me las gasté a todas llorando de risa al compartir esa forma de la felicidad que para millones de espectadores de todo el mundo han sido Les Luthiers. Chau, Neneco. Gracias, Daniel.
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