Por Irene Benito
13 Agosto 2015
PONER EL HOMBRO Y DEVOLVER. El misionero y adicto recuperado Pablo Rubén Sandez en la Fazenda. LA GACETA/ Foto de Jorge Olmos Sgrosso
Un hormiguero. Un panal. Una maquinaria viviente. Sólo si fuese posible ascender a los cielos (para regresar) se podría dimensionar el movimiento que acontece en El Saladillo, donde este sábado quedará inaugurada la Fazenda de la Esperanza Virgen de La Merced, Redentora de los Cautivos. Pero aún desde la perspectiva terrestre, lo que se ve resulta conmovedor: piernas, cabezas, brazos y manos trabajando a destajo para preparar las instalaciones que, a partir de la semana próxima, albergarán a hasta 40 adictos y otras almas necesitadas de rehabilitación.
El mismo camino de entrada (Ruta 9, Km 1.314,5) expone en carteles tallados sobre troncos los pilares de esa recuperación: la convivencia, el trabajo y la espiritualidad. Tales valores se sienten y se palpan en el grupo que edificó la nueva Fazenda (el primer centro de esta especie en la provincia está ubicado en Monte Redondo, Aguilares). Forman ese equipo los miembros de la Fundación Virgen de La Merced, Redentora de los Cautivos; 11 misioneros de diferente procedencia geográfica (adictos recuperados en vías de “devolver” lo recibido), y donantes y amigos que contribuyen con lo que pueden (plantines, fuerza de trabajo, equipamiento, dinero, comida, aliento, etcétera).
Unidos y organizados, aquellos actores laboriosos levantaron el establecimiento, que -por ahora- consiste en una capilla y dos casas. Estos edificios ocupan más o menos una hectárea de las 30 que contienen la Fazenda: el templo pequeño se construyó con dinero aportado por la sociedad y una de las viviendas, con fondos públicos. La otra casa forma parte del gran acto filantrópico que posibilitó este emprendimiento: la donación de una mujer de perfil bajo, la misma que cedió el predio.
Exuberancias
Todo el mundo labora con la mirada puesta en el sábado. A las 11, el cardenal Luis Héctor Villalba celebrará la misa y, luego, habrá un almuerzo comunitario (allí venderán comida). Ese acto pondrá en marcha un plan gestado hace tres años, que supone sumar otro eslabón al movimiento mundial de fazendas surgido en Brasil, en 1983 (la denominada Virgen de La Merced es la décima del país). El tratamiento que allí se dispensa prescinde de fármacos, y procura que los “caminantes” (como se llama a los ingresantes) muden de hábitos y de vida en el plazo de un año. Voluntarios y adultos responsables supervisan el trámite de la sanación, que incluye desde aprender a comer y a dialogar hasta adquirir un oficio y contribuir al sostenimiento económico del proyecto. Acompañamiento, contención y meditación completan el método de esta institución católica inspirada en los modelos franciscano y focolar.
La Fazenda de El Cadillal, como ya se la conoce en razón de la cercanía con el dique del mismo nombre, está enclavada en medio de un monte exuberante de naturaleza y silencio. En este sistema tan alejado de las decadencias urbanas, el santiagueño Pablo Rubén Sandez, misionero responsable de acoger a las visitas, enseña las instalaciones austeras y, sin embargo, generosas. El paseo comienza, por supuesto, por la capilla, que es el corazón de la Fazenda. Mientras dos o tres compañeros acomodan el recinto amoblado con sagrario y altar (confeccionados con árboles hallados en el terreno), Sandez explica que los “caminantes” vienen aquí a tomar fuerzas para dejar al “hombre viejo”. Él, que fue adicto y conoció la cárcel, sabe de sobra lo que ello significa.
El circuito guiado prosigue por las casas, que de a poco se van llenando de sillas, camas, mesas de luz, armarios, cortinas de baños, colores y olores. En una de esas viviendas funcionarán, provisoriamente, las máquinas de panadería aportadas por un empresario del medio (”es la providencia”, explican en la Fazenda). Todo está ordenado y limpio; en la cocina marcha una sopa y en el comedor sorprende una pizarra con la leyenda “hacerse pequeño”, síntesis de un pasaje del Nuevo Testamento (Mateo 18, 1-5). “Cada día cambia la consigna y cada día es una oportunidad para vivenciarla”, comenta el guía que, de repente, abre una puerta y muestra el oratorio que improvisaron hasta que la capilla esté lista.
En ese ámbito chiquito y, por ende, acorde al evangelio de Mateo, Sandez (19 años, el tercero de cinco hermanos) revela su historia personal. Afirma que anduvo perdido hasta abril de 2014: “consumí drogas entre los 12 y los 17. Estuve en la calle y mal. Llevaba una vida muy fea. Terminé preso. El día de mi cumpleaños de 18, vi a mi mamá con un tupper entre las manos esperando bajo la lluvia, completamente mojada. Y me quebré”. Ese tajo doloroso paradójicamente le deparó la oportunidad de entrar a una Fazenda, la de Aguilares.
Ella estuvo siempre
“No sabía qué era ni a dónde iba, pero fui igual. Y cuando llegué, me recibieron con un abrazo, y de entrada me enseñaron a tender la cama y a doblar la ropa”, recuerda Sandez, que es alto, moreno y delgado, y anda con un guante de la construcción en la mano. “Esa frasecita que está en la pizarra, si la ponés en práctica, te cambia la vida”, confiesa el muchacho de hablar pausado, que dice tener dos hermanos más “en las adicciones” y la ilusión de que, como él, también puedan recuperarse.
Sandez terminó su ciclo en junio. Pero decidió quedarse unos meses más en Tucumán a poner el hombro en la Fazenda de El Cadillal. Su relato y su transformación avanzan rápido, pero él acepta rebobinar hasta esa “fotografía” de su madre que lo hizo recapacitar. “Ella me quiso a pesar de todo lo que yo era y hacía, del daño que le producía, y un día la vi, por fin, y me di cuenta de que no quería ser esa persona que le quitaba el sueño”, reflexiona.
Según Sandez, la droga embrutece, borra los sentimientos, enaltece la ira, petrifica el alma. “En Santiago hay cocaína y todo lo que quieras a mano, hasta en la propia casa. No, no tengo miedo de volver y recaer porque ya entendí que a las drogas se las enfrenta con actitud”, dice. Y añade: “sé que existen dos caminos, uno bueno y otro malo. Pero yo elijo cuál quiero seguir”.
Afuera, en la galería, el paraguayo Carlos Alberto Jara Fernández, también adicto recuperado y suerte de jefe de los misioneros, confirma que los “caminantes” verdaderos no dejan de caminar nunca. “En la Fazenda conocí lo que es una familia”, resume con un escoplo en la mano y la vista pendiente en los quehaceres de sus compañeros. Nada perturba ni espanta la marcha del hormiguero, el panal, la máquina viviente. En simultáneo, un hombre y una mujer plantan flores en un agradecido cantero marrón que algún día tendrá césped. Como inspirado en ese acto y en esa expectativa, Jara Fernández manifiesta su fe en que esta honrará la vida. Con esta esperanza tan excepcional, el misionero ha tallado un cartel que dice “bienvenidos”.
El mismo camino de entrada (Ruta 9, Km 1.314,5) expone en carteles tallados sobre troncos los pilares de esa recuperación: la convivencia, el trabajo y la espiritualidad. Tales valores se sienten y se palpan en el grupo que edificó la nueva Fazenda (el primer centro de esta especie en la provincia está ubicado en Monte Redondo, Aguilares). Forman ese equipo los miembros de la Fundación Virgen de La Merced, Redentora de los Cautivos; 11 misioneros de diferente procedencia geográfica (adictos recuperados en vías de “devolver” lo recibido), y donantes y amigos que contribuyen con lo que pueden (plantines, fuerza de trabajo, equipamiento, dinero, comida, aliento, etcétera).
Unidos y organizados, aquellos actores laboriosos levantaron el establecimiento, que -por ahora- consiste en una capilla y dos casas. Estos edificios ocupan más o menos una hectárea de las 30 que contienen la Fazenda: el templo pequeño se construyó con dinero aportado por la sociedad y una de las viviendas, con fondos públicos. La otra casa forma parte del gran acto filantrópico que posibilitó este emprendimiento: la donación de una mujer de perfil bajo, la misma que cedió el predio.
Exuberancias
Todo el mundo labora con la mirada puesta en el sábado. A las 11, el cardenal Luis Héctor Villalba celebrará la misa y, luego, habrá un almuerzo comunitario (allí venderán comida). Ese acto pondrá en marcha un plan gestado hace tres años, que supone sumar otro eslabón al movimiento mundial de fazendas surgido en Brasil, en 1983 (la denominada Virgen de La Merced es la décima del país). El tratamiento que allí se dispensa prescinde de fármacos, y procura que los “caminantes” (como se llama a los ingresantes) muden de hábitos y de vida en el plazo de un año. Voluntarios y adultos responsables supervisan el trámite de la sanación, que incluye desde aprender a comer y a dialogar hasta adquirir un oficio y contribuir al sostenimiento económico del proyecto. Acompañamiento, contención y meditación completan el método de esta institución católica inspirada en los modelos franciscano y focolar.
La Fazenda de El Cadillal, como ya se la conoce en razón de la cercanía con el dique del mismo nombre, está enclavada en medio de un monte exuberante de naturaleza y silencio. En este sistema tan alejado de las decadencias urbanas, el santiagueño Pablo Rubén Sandez, misionero responsable de acoger a las visitas, enseña las instalaciones austeras y, sin embargo, generosas. El paseo comienza, por supuesto, por la capilla, que es el corazón de la Fazenda. Mientras dos o tres compañeros acomodan el recinto amoblado con sagrario y altar (confeccionados con árboles hallados en el terreno), Sandez explica que los “caminantes” vienen aquí a tomar fuerzas para dejar al “hombre viejo”. Él, que fue adicto y conoció la cárcel, sabe de sobra lo que ello significa.
El circuito guiado prosigue por las casas, que de a poco se van llenando de sillas, camas, mesas de luz, armarios, cortinas de baños, colores y olores. En una de esas viviendas funcionarán, provisoriamente, las máquinas de panadería aportadas por un empresario del medio (”es la providencia”, explican en la Fazenda). Todo está ordenado y limpio; en la cocina marcha una sopa y en el comedor sorprende una pizarra con la leyenda “hacerse pequeño”, síntesis de un pasaje del Nuevo Testamento (Mateo 18, 1-5). “Cada día cambia la consigna y cada día es una oportunidad para vivenciarla”, comenta el guía que, de repente, abre una puerta y muestra el oratorio que improvisaron hasta que la capilla esté lista.
En ese ámbito chiquito y, por ende, acorde al evangelio de Mateo, Sandez (19 años, el tercero de cinco hermanos) revela su historia personal. Afirma que anduvo perdido hasta abril de 2014: “consumí drogas entre los 12 y los 17. Estuve en la calle y mal. Llevaba una vida muy fea. Terminé preso. El día de mi cumpleaños de 18, vi a mi mamá con un tupper entre las manos esperando bajo la lluvia, completamente mojada. Y me quebré”. Ese tajo doloroso paradójicamente le deparó la oportunidad de entrar a una Fazenda, la de Aguilares.
Ella estuvo siempre
“No sabía qué era ni a dónde iba, pero fui igual. Y cuando llegué, me recibieron con un abrazo, y de entrada me enseñaron a tender la cama y a doblar la ropa”, recuerda Sandez, que es alto, moreno y delgado, y anda con un guante de la construcción en la mano. “Esa frasecita que está en la pizarra, si la ponés en práctica, te cambia la vida”, confiesa el muchacho de hablar pausado, que dice tener dos hermanos más “en las adicciones” y la ilusión de que, como él, también puedan recuperarse.
Sandez terminó su ciclo en junio. Pero decidió quedarse unos meses más en Tucumán a poner el hombro en la Fazenda de El Cadillal. Su relato y su transformación avanzan rápido, pero él acepta rebobinar hasta esa “fotografía” de su madre que lo hizo recapacitar. “Ella me quiso a pesar de todo lo que yo era y hacía, del daño que le producía, y un día la vi, por fin, y me di cuenta de que no quería ser esa persona que le quitaba el sueño”, reflexiona.
Según Sandez, la droga embrutece, borra los sentimientos, enaltece la ira, petrifica el alma. “En Santiago hay cocaína y todo lo que quieras a mano, hasta en la propia casa. No, no tengo miedo de volver y recaer porque ya entendí que a las drogas se las enfrenta con actitud”, dice. Y añade: “sé que existen dos caminos, uno bueno y otro malo. Pero yo elijo cuál quiero seguir”.
Afuera, en la galería, el paraguayo Carlos Alberto Jara Fernández, también adicto recuperado y suerte de jefe de los misioneros, confirma que los “caminantes” verdaderos no dejan de caminar nunca. “En la Fazenda conocí lo que es una familia”, resume con un escoplo en la mano y la vista pendiente en los quehaceres de sus compañeros. Nada perturba ni espanta la marcha del hormiguero, el panal, la máquina viviente. En simultáneo, un hombre y una mujer plantan flores en un agradecido cantero marrón que algún día tendrá césped. Como inspirado en ese acto y en esa expectativa, Jara Fernández manifiesta su fe en que esta honrará la vida. Con esta esperanza tan excepcional, el misionero ha tallado un cartel que dice “bienvenidos”.
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